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Olga Merino

El ‘balneario’ del verano

Los Diarios de Stefan Zweig, recién publicados por Acantilado, abarcan tres décadas de una vida, una montonera de días en los que solo cabe la consignación de dos primeros de agosto –a pesar de su nombre, el género memorialista es discontinuo, fragmentario, plagado de agujeros–. De los dos, el segundo, el 1 de agosto de 1915, coincide en domingo, justo como el pasado. El escritor se encuentra en la ciudad balneario de Baden, a unos 20 kilómetros al sur de Viena, una pequeña localidad que Beethoven había escogido con frecuencia como residencia veraniega.

En sus días de relajo, Zweig se sorprende de que tanto la gente que lo rodea como él mismo sigan disfrutando de la claridad y del aire, «que todo sea diversión, que después de un año demencial el mundo siga siendo el mismo», un fragmento que, salvando la terrible distancia, se acopla como un guante a estos días fugaces. La canícula anterior también había sorprendido al gran humanista en la estación termal de Baden: «El verano de 1914 seguiría siendo igualmente inolvidable sin el cataclismo que descendió sobre tierra europea, porque pocas veces he vivido un verano tan exuberante, hermoso y casi diría... veraniego. El cielo, de un azul sedoso noche y día; el aire, dulce y sensual; los prados, fragantes y cálidos…» (esto lo escribe Zweig en otro lugar, en El mundo de ayer. Memorias de un europeo).

En el fondo, el verano, todos los veranos, tienen algo de tregua, de vida de balneario, aunque uno tenga que montarse el spa en el cámping más cercano o en el balcón de casa, donde me encuentro ahora mismo, contemplando el éxodo fluido de la ciudad, una operación salida no tan abigarrada de cláxones y atascos como en otros años, cuando la covid no llevaba el timón. Una canícula de improvisaciones, pero canícula al fin y al cabo. Hay ganas acumuladas de respirar un poco aun con mascarilla, de apearse del reloj y de la tiranía del Whatsapp. Chanclas, tajada de melón, lecturas a placer, horas anchas y, sobre todo, observar el mundo a distancia, aunque sea mental. Bajo el calor casi tropical, ciertas realidades se difuminan como contempladas a través de un cristal esmerilado. Puigdemont; los personajillos del caso Kitchen; el emérito y su amiga Corinna parecen ahora siluetas de celofán, como devoradas en el horizonte por el fuego líquido de un espejismo.

El verano, el paréntesis del calor, tan necesario para seguir viviendo, suele ser tiempo de reflexión, una parada en ‘boxes’ para ajustar piezas y recobrar el aliento antes de reemprender el camino en septiembre, que viene cuesta arriba. Aparte de las cuitas personales de cada uno, los sueldos van de capa caída, los precios se desmelenan, la pandemia sigue al acecho y la incertidumbre mantiene al común de los mortales cual gorrión mojado en el alambre. Y los políticos, los unos y los otros, ¿harán balance? Sería deseable que comprendieran, lejos de tejemanejes partidistas, en qué tesitura histórica se encuentra el país, y que repartan el maná de Europa, los fondos poscovid, con cabeza y justicia.   

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