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Antonio Papell

JC I: un año de ausencia

El respeto que merecen los verdaderos exiliados, de los que tanto sabe este país, obliga a manejar el término con delicadeza, y ni los huidos de la justicia tras el procés catalán ni el rey emérito Juan Carlos I pertenecen a la desgraciada categoría de quienes son expulsados de su propio país porque les va la vida en ello si así lo exige el autócrata de turno, quien actuaría expeditivamente si no acataran la expulsión. Por ello, conviene precisar que la residencia en el extranjero del padre del Rey actual, de la que se cumple un año hoy, día 3 de agosto, resulta de una decisión más o menos acordada entre el jefe del Estado, el Gobierno de la nación y el padre de aquel para minorar daños a la Corona y al Estado y tratar de resolver una situación sumamente embarazosa para todos, que llega a cuestionar la solvencia de nuestras instituciones, puestas en ridículo por las debilidades de un personaje que resultó el idóneo gestor de la difícil Transición pero que no supo administrar después el prestigio acopiado durante aquellos primeros años de reinado.

Como es lógico, el caso no está completamente a la vista, ya que ahora es lícito preguntarse cuál fue el comportamiento de Juan Carlos I antes de que arrancara en público este proceso de decadencia, en aquel periodo en que los medios y los periodistas mirábamos hacia otro lado cuando Forbes informaba año tras año de que el Rey de España era una de las primeras fortunas del mundo. Pero según fuentes oficiosas de la Fiscalía española, que está en contacto con la de Suiza, parecería que, tras el pago de dos regularizaciones —en diciembre de 2020 y en febrero de 2021— tan solo quedaría por regularizar el turbio asunto del regalo saudí de cien millones de dólares —yerran quienes hablan de ‘comisiones’ porque el comisionista cobra siempre de la parte contratante, no del contratista— que el rey regaló a Corinna antes de dado cuenta a Hacienda tan asombrosa cantidad. Cuando el generoso seductor quiso recuperar su dinero, la seducida se negó en redondo, como parece por otra parte lógico, y aquí empezó un enredo del que más vale olvidarse y en el que intervino incluso el CNI para general ridículo de todo el Estado.

En abril de 2020, Felipe VI tomó una serie de decisiones pertinentes para desvincularse de un escándalo que, con seguridad, conoció mucho después de producirse: renunció ante notario a cualquier fondo financiero no regular que le fuera transmitido por vía testamentaria, a él o a la Princesa de Asturias; apartó a su padre de la agenda de representación pública que le había encomendado tras la abdicación en 2014, suprimió su secretaría personal en su Casa, le retiró medios personales y materiales a su disposición y la asignación presupuestaria oficial de casi 200.000 euros anuales de la que disfrutaba… Y preparó su salida al extranjero para evitar males mayores.

La Fiscalía del Supremo, competente en el caso, se tienta la ropa antes de obtener conclusiones, ya que sus elementos inculpatorios dependen de la fiscalía suiza —Yves Bertossa tiene acceso a las cuentas suizas del antiguo monarca—, y nadie parece tener prisa, aunque don Juan Carlos filtre a través de intermediarios su disgusto por la situación —se considera una víctima— y por los retrasos de la fiscalía. Le agradaría, si no regresar a su vivienda habitual en La Zarzuela, regresar a España, probablemente sin darse cuenta de lo incómodas que resultarían para todos su presencia y su locuacidad.

Por simple sentido común, el retorno del rey emérito, quien parece que viaja últimamente con frecuencia a las Seychelles, debe supeditarse al hallazgo de una solución judicial. Si las conclusiones de la fiscalía sobre los actos del viejo monarca tras perder su inviolabilidad son admitidas por el Tribunal Supremo y se convierten en objeto de investigación, habrá que iniciar el correspondiente proceso penal, para lo cual don Juan Carlos deberá regresar inmediatamente a España. Si la Justicia no encuentra indicios racionales de criminalidad, también pero sin prisas y aunque deberá mantenerse a distancia del Rey que encarna ahora la institución que él desacreditó. No son cuestionables ni la conducta intachable del Rey Felipe ni la torpeza de su padre, que arrojó por la borda una ejecutoria modélica.

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