Opinión
La vida sin poder ser
Hace muchos años conocí por primera vez a alguien que había estado en la prisión durante el franquismo por ser homosexual. Tendría entonces unos 60 años -que para mi prisma veinteañero de entonces le convertían en un señor mayor- y además de homosexual era muchas más cosas: activista político, luchador infatigable, gran lector y un parlanchín entrañable. Pero a la prisión fue por ser homosexual.
Una noche, en la Valencia especialmente castigada por la dictadura (ser fiel hasta el final a la República tuvo un coste de décadas para su gente nunca suficientemente contado), la policía le sorprendió junto al chico con el que había quedado y se los llevaron detenidos. Tras las humillaciones propias en la comisaría y el proceso posterior, acabó en la prisión, repleta de reos políticos. Cuando me explicaba esto lo hacía en la tranquilidad democrática de los años 90 en una terraza concurrida de turistas, músicos callejeros y parejas y familias de toda índole y color y todo parecía muy lejano y muy triste a la vez. Tristes las burlas y las palizas, tristes las sospechas y delaciones, tristes las multas, y triste el castigo y la eterna persecución, año tras año a lo largo de las décadas.
Durante todas estas semanas a raíz del horrendo asesinato del joven Samuel he vuelto a pensar mucho en mi amigo, en su existencia convertida en lucha para poder sobrevivir y en cómo de solo se sintió viviendo la vida en un eterno secreto. Ni familia, ni conocidos.... Solo un grupo pequeño de amigos perseguidos como él podían -por seguridad- saber su condición. Y yo me pregunto: ¿cuántas personas cercanas a nosotros, incluso familiares, tuvieron que esconder sus preferencias sexuales toda su vida por el horroroso hecho de que si no podían morir? ¿Cuántos abuelos o abuelas, bisabuelos, tías o primos de antaño tuvieron que fingir lo que no eran y casarse, formar familias, tener hijos y morir sin que nadie supiera jamás cómo y a quién amaban o querían haber amado en realidad? En la España democrática, ¿podemos tolerar que el odio continúe obligando a nuestros iguales a tener que esconderse por miedo a que, como antaño, vuelvan el acoso y las palizas? No, no podemos. No podemos por decencia, por dignidad y porque si alguien a nuestro lado no puede ser -en mayúsculas debería ser escrito ser- en algún otro aspecto nosotros tampoco podemos. Por cómplices, por silenciosos, por consentir pasivamente que eso suceda. ¿Quien puede vivir su vida tranquilamente cuando al lado alguien sufre?
En una entrevista reciente la profesora dominicana Georgina Marcelino ahondaba en esta idea y afirmaba que «no se puede erradicar una discriminación si al final todas las ideas vienen desde la perspectiva de quien no las sufre». Pero ahora ya no hablamos solo de discriminación. Hablamos de un peligro real, del horror que supone que alguien nos agreda y nos mate en plena calle por el simple hecho de ser como uno es. De ser mujer, negro, homosexual, árabe, judío, gitana... En el siglo XXI, en la España democrática, algo no es como nos hemos querido creer que era desde nuestro plácido bienestar: un país para todos. Y da miedo.
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