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José Carlos Llop

¿Azar, plagio o norma?

Hace tres años, más o menos –la imprecisión es debida a los meses de confinamiento que han trastocado nuestra capacidad de situar las cosas en el tiempo– el músico Joan Valent me enseñó el proyecto de un curioso auditorio en plena naturaleza. Habíamos comido en su casa de Algaida y horas después me llevó hasta una rota situada detrás y me explicó que allí celebraría un ciclo de conciertos al aire libre y en una edificación muy distinta a las habituales. «Lo haremos con balas de paja», me dijo; «luego te enseño los planos». Y al regresar a la casa me mostró el proyecto entre el círculo y la espiral y efectivamente ahí estaban las balas o pacas de paja o heno formando un muro que contribuiría tanto al aislamiento como a la sonoridad del espacio. El músico mallorquín estaba muy satisfecho con la idea y pensé que era una forma de sacarse de encima su retiro forzoso como director del festival de Pollença.

No recuerdo que habláramos del arquitecto del proyecto, pero tratándose de Valent, que a menudo parece estar en otra parte pero que no da puntada sin hilo, estoy seguro de que algo me dijo del artífice de esa idea y que debió de hacerlo con entusiasmo porque el músico mallorquín siempre ha sido un hombre entusiasta con lo suyo y los suyos. Lo que sí recuerdo es haber pensado varias cosas al respecto. La primera fue volver sobre el cambio del paisaje a través de esas balas redondas y enormes. Mi generación creció entre balas rectangulares, atadas primero y envueltas en plástico blanco mucho después –lo que ya era una modernidad: parecían instalaciones del artista búlgaro Christo– y cuando aparecieron las actuales –cilíndricas y enormes– pensamos que los campos de Estados Unidos se habían impuesto a los mediterráneos. La segunda cosa que pensé fue en Neil Young, uno de mis favoritos desde la adolescencia. Pensé que ese podía ser el auditorio perfecto para un concierto del músico canadiense y también para un festival de country. La tercera fue el valor de la ocurrencia y su falsa apariencia de orfandad, de no ser de nadie, debido, precisamente, a su sencillez.

Porque esto de la ocurrencia y el ingenio encierra un peligro y es el de la imitación, por no dar valor a lo que resulta tan evidente y fácil. Supongo que para eso existen las patentes. La fregona o el chupa-chups –dos inventos nacionales, dos ocurrencias ingeniosas y tan evidentes una vez inventadas– provocaron que al verlas –y saber los millones que acarreaban a sus inventores– todo el mundo se dijera por qué no se me habrá ocurrido a mí (y algunos añadieran «esta tontería»). Porque las ocurrencias ingeniosas provocan el convencimiento de que aquello –tan fácil cuando está inventado– también les pertenece o pertenece al común.

Todos conocemos a alguien, o tenemos algún amigo o pariente, que nos repite frases, análisis o ideas que hemos dicho ante ellos o para ellos y lo hacen convencidos de tener el copyrigth, sabiendo, además, que las han utilizado y utilizan aquí y allá para sus intereses, sin citar la fuente (si la citaran ya no habría pecado ni falta). Hay más: los directivos de empresas, oficinas y centros institucionales suelen creer que las ideas de sus subordinados son suyas y así lo practican. Como algunos profesores universitarios con los trabajos de sus alumnos, por no hablar de la ligereza en copiar en tesis doctorales e incluso pasajes –disimulados, eso sí– de libros de creación. Es una funesta manía, no por extendida menos funesta, alimentada por aquellos de pocas ideas originales, que son mayoría. Y que para colmo tienen su justificación en los ensayistas que, al estudiar al simio, aseguran que el hombre aprende por imitación, o en aquellos otros que defienden que «las ideas no son de nadie porque están en el aire» y sólo hay que atraparlas.

Esta manera de hacer las cosas junto con las teorías mencionadas –a la que hay que añadir el relativismo que merma incluso la autoría en sí– socavan, sin que lo percibamos, nuestra cultura y esto, por mucho que frivolicemos o le restemos importancia, conduce al caos. Al ser todos artistas, y es sólo un ejemplo, lo que se devalúa es el arte y en ningún momento se enriquece la sociedad donde nace ese arte. Al revés: se empobrece a ojos vistas porque la tendencia que se acaba instalando es la igualación por abajo y la desaparición de la figura del plagio. Internet y su facilidad de acceso a lo que sea, han acabado por rematar el asunto y darle carta de licitud.

No, las ideas no están en el aire y en la cultura no se es un excursionista diletante con un cazamariposas en la mano. O no se debería porque es trampa. Hay personas con ideas originales y luego hay copiones. Pero lo que está en el aire –y se ha impuesto– es la cultura termo-mix, donde todo el mundo ha de guisar lo mismo. Antes las familias tenían sus recetas y no se daban. Esto enriquecía el hecho de ir a comer a una casa u otra y las diferenciaba. Una de mis tías hacía unas rosquillas finísimas –y como dicen los mexicanos ‘buenisísimas’– que disfruté mientras pudo hacerlas, pero ni a mi madre ni a sus hermanas se les ocurrió nunca pedirle la receta: cada una tenía sus especialidades y las disfrutábamos la familia entera pero en cada casa lo suyo. Pues así deberían ser las cosas y tal vez así irían mejor. A unos y a otros.

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