Diario de Mallorca

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Por un solo voto, y tras un enconado debate, el Tribunal Constitucional ha anulado el estado de alarma que decretó el presidente el mes de marzo del año pasado. Pero el verdadero problema que queda por decidir es el del choque entre libertades ciudadanas y medidas de protección de la sanidad colectiva a propósito de las distintas restricciones —con el confinamiento como medida más extrema— que el Gobierno tuvo que decidir.

El alto tribunal ha considerado la controversia en términos que cabría definir de formales: es el estado de excepción y no el de alarma el que dota al Gobierno de la facultad para imponer las medidas sanitarias que tomó. En realidad se trata de un asunto de alcance muy superior a la mera formalidad porque de lo que estamos hablando es de suspender las garantías que brinda una democracia digna de tal nombre. Pero sucede que en aquellos momentos y ahora mismo —recordemos que vamos ya por la quinta oleada de rebrote de los contagios masivos— la cuestión que está sobre la mesa es la de la manera en que hay que actuar para evitar la catástrofe. De haber optado el Gobierno por llevar a las Cortes el estado de excepción, esa controversia entre medidas sanitarias y libertades individuales se mantendría en idénticos términos.

Vaya por delante que, como todos sabemos, no existe una respuesta clara y contundente acerca de qué libertades se deben restringir para combatir la crisis planteada por la pandemia dado que no sólo es una amenaza catastrófica la que aparece ligada a ella sino dos. Porque el confinamiento y casi todas las demás medidas que le siguieron equivalían a la llegada de un cataclismo económico como el que se presentó. Como impuso el dicho popular, se trataba de elegir entre morirse de la covid o de hambre. De ahí que desde las alturas gubernamentales se tentasen diferentes maneras de relajar las medidas sanitarias para favorecer las actividades económicas. Con resultados diversos pero que, en general, dejaban claro que relajar las prohibiciones llevaba a aumentar los contagios.

Qué hacer ante un dilema así es algo que nadie con dos dedos de frente querría tener que decidir. Cabe apiadarse de los diferentes gobiernos, desde el central a los autonómicos, que tuvieron y tienen que tomar decisiones desesperadas. Pero si ha quedado algo claro es que las medidas extremas son un desastre. Ni cabe mantener el confinamiento hasta morirse de hambre ni tiene sentido dejar que el virus se expanda con toda libertad. La traducción de esa virtud de moderación aristotélica en tiempos de la quinta oleada parece clara: la postura extrema se refiere ahora a permitir fiestas masivas. Y para impedirlas no basta con cerrar discotecas. Lo más necesario y urgente, ahora mismo, es obligar a vacunarse a los negacionistas e impedir el botellón.

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