Vengo de un pequeño pueblo de 25 habitantes de Castilla y León. Una de esas comarcas de la «España Vaciada» donde justo porque quedamos pocos, algunos piensan que se puede hacer de todo. Hace 20 años se proyectó la autovía de Madrid a Santander. Hubo oposición por el impacto que suponía sobre la montaña, pero lógicamente la autovía se hizo y bien hecha está. Después fue una planta de valorización de residuos tóxicos no peligrosos. Nos movilizamos con el apoyo de la mayor parte de los ayuntamientos y el proyecto se paralizó. Vino la Línea de AVE de Madrid a Santander por empeño del Sr. Revilla, y a pesar de la inviabilidad económica del proyecto, lo que nos salvó fue que el trazado pasaba por encima de una cantera de las hermanas Koplowitz. Vino la amenaza del fracking con más de 12 concesiones en mi comarca. Hubo unanimidad en el rechazo y el ministro Soria desistió. Finalmente vinieron los parques eólicos. Siendo una energía renovable, el impacto de las instalaciones era importante. Se provocó un debate intenso. No podíamos estar instalados en el no a todo y una parte nos posicionamos pidiendo la zonificación. Por cierto, las organizaciones agrarias y ganaderas siempre estuvieron en la movilización.

Se pueden imaginar cuál va a ser mi respuesta a la cuestión que lanzo en el título. En primer lugar, estamos en plena crisis climática y esto exige un nuevo ciclo energético que marca como horizonte la descarbonización de la economía y la transición hacia las energías renovables. Este proceso requiere una nueva planificación energética. Si se planificó donde se ubicaban centrales térmicas como la de «Es Murterar», toca planificar dónde se ubicarán las nuevas instalaciones de renovables. En segundo lugar, en la planificación entrará la opción por el autoconsumo y las comunidades energéticas, el aprovechamiento del suelo urbano disponible, los aparcamientos, las naves industriales y los tejados de edificios públicos. Pero, con los datos en la mano, seguiremos necesitando alrededor de 5 mil hectáreas de suelo rústico de Balears para cubrir la demanda actual. Y esto es un problema. Es evidente que el suelo rústico tiene un valor irreemplazable para el futuro del sector agrario, ganadero y la producción de alimentos, y que, en la competencia por su uso con el sector energético, cada vez será más difícil conseguir tierra para cultivar. La ley 3/2019 Agraria de las Illes Balears nos marca el camino a seguir. El artículo 118 establece que se priorizará el uso de terrenos de baja productividad agrícola, marginales y degradados, y dice que la administración agraria participará en la planificación de las energías renovables. El criterio parece claro y sensato. Si finalmente tenemos que ubicar renovables en suelo rústico, utilicemos los suelos de menor aptitud agronómica. Pero siendo lógico, no es tan sencillo de aplicar y la experiencia está demostrando mucha confusión. Por ejemplo, una tierra de secano en la comarca del Pla puede ser excepcional para producir cereal y una garriga, un buen terreno para el pastoreo. En tercer lugar, estoy convencido de que una parte de la solución está en la compatibilidad entre el aprovechamiento energético y la producción agraria y ganadera. Aquí entra en juego el concepto de agrovoltaica. El impulso de esta fórmula es una necesidad imperiosa para resolver las tensiones de este debate. Las posibilidades que ofrece son sorprendentes. El diseño de los parques, los materiales, hasta la propia tecnología, permite la instalación de invernaderos fotovoltaicos, mallas de sombreo sobre frutales que son fotovoltaicas o incluso cultivos hortícolas bajo placas. Este es el punto del debate en el que nos encontramos. No creo que todo pueda planificarse bajo el concepto de agrovoltaica, pero sí una parte.

En definitiva, no tenemos que optar entre transición energética, soberanía alimentaria o conservación del paisaje y territorio. Tenemos inteligencia social suficiente para compatibilizar los tres objetivos políticos.