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JOrge Dezcallar

El drama de Líbano

Se hunde y no en el mar como le sucede a Kiribati, cuyos habitantes buscan adónde trasladarse antes de que su país quede sumergido por las aguas del océano como consecuencia del calentamiento global. El problema de Líbano es una corrupción oceánica que lo anega todo y que es responsable de los males que hoy le aquejan, agravados por la presencia de casi dos millones de refugiados sirios entre sus seis millones de habitantes. Uno por cada tres libaneses mientras nos quejamos en Europa, donde somos 500 millones, cuando nos entra un millón de seres humanos que huyen de la guerra, la miseria y la tiranía.

Líbano ha sido durante muchos años la perla de Oriente Medio y Beirut presumía de ser como París, lo mismo que los argentinos dicen de Buenos Aires cuando en mi opinión París solo hay uno, está en Francia y el teléfono funciona. Líbano era el lugar de diversión y compras al que acudían a desfogarse los ciudadanos oprimidos política y sexualmente en los países vecinos. Hasta que las tensiones religiosas se lo cargaron.

Porque Líbano no es tanto un país como un invento de cuando París y Londres se repartieron Oriente Medio con los pactos Sykes-Picot después de la Gran Guerra. Francia desgajó un trozo de Siria, algo que los sirios nunca han aceptado, y creó un hogar para los cristianos maronitas. Y estos lo aprovecharon muy bien, herederos como son de los comerciantes fenicios que navegaron y crearon colonias en todo el Mediterráneo. Pero los musulmanes se reproducían más deprisa y pronto los desequilibrios demográficos impactaron en el reparto de poder (los cristianos ya no llegan al 40%) y estallaron en una terrible guerra civil que destruyó el país y costó la vida de nuestro embajador Pedro de Aristegui. El equilibrio constitucional establece que el presidente debe ser cristiano, el primer ministro sunnita y el presidente del parlamento chiíta. Si aquí funciona muy regular el pacto entre PSOE y Unidas Podemos, imaginen allí. Y por si fuera poco, los chiítas de Hezbollah han creado su propio ejército, más profesional y eficaz que el nacional.

Muestra de la incompetencia de los sucesivos gobiernos fue el abandono en el puerto de Beirut durante más de seis años -y sin ninguna medida de seguridad- de 1.500 toneladas de nitrato de amonio pese a las advertencias de algunos responsables. Y además guardaron en la misma nave varias toneladas de cohetes y petardos que cuando saltó la chispa actuaron como detonadores. El resultado fue un enorme agujero en el puerto, varias manzanas de casas destruidas, 190 muertos (uno menos que en nuestro trágico 11-M) y más de 6.000 heridos. Después de echarse las culpas unos a otros, el gobierno no tuvo más remedio que dimitir y desde hace un año los libaneses no consiguen formar otro.

El país se está hundiendo literalmente en la miseria hasta el punto de que el Lebanon Economic Monitor ha comparado la actual situación con un estudio hecho por Rogoff y Reinhart sobre las peores catástrofes económicas del mundo entre 1857 y 2013. Y concluye que la crisis libanesa podría alcanzar medalla de bronce en esta triste clasificación. Algunas cifras lo explican: su PNB ha caído desde 55.000 millones de dólares en 2019 a 33.000 millones hoy, la renta per cápita ha perdido un 40% y la moneda se ha devaluado en un escalofriante 90%. El resultado es que no hay dinero ni importaciones, los negocios cierran, no hay gasolina, faltan medicinas, el desempleo se ha disparado y los jóvenes huyen del país. Son cifras normalmente asociadas con guerras y otras catástrofes que pueden llevar a la pobreza a la mitad de los libaneses, poniendo nuevamente en grave peligro una paz siempre frágil en un contexto medio oriental muy volátil y ya sobrado de problemas.

Gran parte de culpa la tiene una corrupción rampante reconocida por el primer ministro en funciones, que ha dicho que no solo está «profundamente enraizada en todas las funciones de Estado» sino que de hecho «es mayor que el Estado», que es «incapaz de confrontarla o de librarse de ella». Así les va. Y es que el desgobierno y el no hacer caso a los jueces acaba teniendo un precio muy alto.

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