Diario de Mallorca

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Pocas veces un asesinato ha generado una respuesta tan airada y masiva como la de Samuel, el joven coruñés que, en una noche de viernes, fue perseguido y apaleado por una jauría humana hasta la muerte entre gritos homófobos, claramente escuchados por los compañeros de la víctima y por la gente que a aquellas horas celebraba su ocio veraniego junto a la playa de Riazor y en el reflujo de la pandemia. Algunas versiones apuntan a que el desencadenante de la tragedia fue un malentendido sobre el uso de teléfonos móviles, pero el pretexto es vacuo: la muerte se produjo entre gritos fanáticos que denunciaban la otredad, la singularidad, la diferencia mortal del desgraciado, que no sólo había de pagar su osadía con los vengadores sino también el precio de su singularidad, la carga histórica de su condición, la herejía bíblica de su homosexualidad innata.

Lo cierto es que el pasado domingo las calles de muchas ciudades se llenaron de indignación contra los agresores, convocados por una movilización general sin precedentes en las redes sociales, que han hervido de ira y han recogido el sentir indignado de todos quienes pensamos que una sociedad democrática ha de ser por fuerza plural, acogedora con las minorías, integradora con todos hasta conseguir un armónico equilibrio en el que cada cual pueda ser uno mismo y colmar su inalienable derecho a la felicidad. Por cierto, es posible que las fuerzas de seguridad del Estado hayan guardado esta vez el orden público y el derecho a la manifestación con excesivo celo porque la causa era justa y el talante de quienes llenaron las calles fue pacífico; no todos los gritos son iguales y hay desahogos que la salud mental de las personas impide reprimir.

Es cierto que el mundo homosexual, o más propiamente no estrictamente heterosexual, que ha padecido persecuciones históricas de siglos y que fue acosado, abominado y maltratado por el franquismo hasta extremos sólo concebibles en una dictadura feroz, empezó a respirar en este país cuando cuajó la Transición y dejó de regir la ley de Vagos y Maleantes —que ya se llamaba ley sobre Peligrosidad y Rehabilitación Social— que criminalizaba al colectivo. Rodríguez Zapatero dio en 2006 el gran espaldarazo a la igualdad cuando aprobó el matrimonio gay –obviamente recurrido, solo que sin éxito, por la derecha— y está traspasando últimamente las últimas puertas, como las de la ley trans y la ley de Libertad Sexual (conocida como la ley del ‘solo sí es sí’), ambas en vías de debate parlamentario. También se han regulado los delitos de odio. Pero el problema no se ha terminado, como lo prueban el inicuo asesinato de Samuel y el hecho de que crezcan año tras año los delitos de odio —cerca del 9% anual—, sobre todo las agresiones de raíz identitaria, auspiciadas por el color de la piel o por las preferencias sexuales de las víctimas. Prácticamente todos los días los medios aportan nuevos motivos para la indignación.

Los avances en la integración y el fin de la discriminación han quedado además obstaculizados por el surgimiento de nuevas formaciones de ultraderecha, que rechazan manifiestamente la diversidad sexual. La propuesta del pin parental, que permitiría a los padres autorizar o no que a sus hijos se les imparta conocimientos sobre sexualidad, diversidad y democracia, está directamente emparentada con las leyes xenófobas del húngaro Viktor Orbán, que prohíben que la homosexualidad sea siquiera mencionada en las escuelas. Es claro que la agresividad pública contra el colectivo genera tensiones y, lo que es más grave, anima a los extremistas a desahogarse en la persecución del otro, que por serlo es también el enemigo, el apestado.

Los poderes del Estado deben seguir vigilando la extensión de los delitos de odio como hacen ya con los de violencia de género, pero sobre todo hay que ejercer vigilancia legal y profesional en la escuela, que es donde han de acuñarse los valores de la tolerancia y del respeto. Es en la niñez donde tiene que inculcarse la idea de libertad, de aceptación de la propia identidad, de interferencia mínima en las vidas ajenas, de compresión de todas las diferencias, que siempre enriquecen a toda la colectividad.

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