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Norberto Alcover

En aquel tiempo | Tiempos de quietud, tiempo de España

Cuando un inesperado desplome de la salud te sumerge en una quietud obligada, solamente rota con paseos sobre la terraza y la lectura pasajera de los medios y visiones televisivas, es decir que, tu afán por hacerte presente se viene abajo y es sustituido por la impotencia más abrumadora, entonces y solamente entonces, sin necesidad de medicaciones al uso, te deslizas hacia tu interior y desde él redescubres esa realidad silenciada en el tiempo cotidiano. En el colmo de la paradoja, vuelves a ser tú mismo y contemplas la realidad con una parsimonia y serenidad absolutas. Y, alucinado, caes en la cuenta de que estás encerrado en una bola de cristal cotidiano, absolutamente perverso pero de cromatismo deslumbrante. Y comienzas a dedicar tiempo a pensar sobre lo no pensado. Con lentitud, recuperas tu identidad vital y decides escribir sobre la experiencia. Una de las más sorprendentes de la vida. A estas cuestiones dedicaremos algunos textos estivales.

He caído en la cuenta de que me importa España. Un espacio material pero también moral de tipo medio en el que llevo viviendo más de ochenta años, en el que he mamado lo que constituye mi personalidad, donde he atravesado todas las imaginaciones racionales posibles, ámbito de personas fascinantes y de sinvergüenzas profesionales, y con una conjunción de solidaridad y de cainismo bíblicos. Una España que merece una memoria mucho más amplia que la que está de moda y que anda sistemáticamente en descarnada lucha con su propia felicidad. Esa España que tras largos años de escarnio ideológico, trabajó por abrirse camino en las verdades ilustradas, vivió momentos de dicha sobrehumana, y de pronto ha decidido ningunearse a sí misma con una fiereza de minorías prepotentes. Y anda perdida entre pretensiones de sabor totalitario y de oscilaciones enfermizas éticas y morales. Una maravilla de España que, de pronto, descubro dispuesta a la autodestrucción por obra y gracia de los iluminados de turno.

Desde la terraza contemplo el mar, y su tersura es lo más opuesto a mi conciencia española, de la que cada vez me siento más lejano si hago pié en las convicciones que sostienen mi proyecto de hombre racional y creyente. La quietud oscila.

Mi España está vacía de «razones ilustradas» y en manos de «militantes intransigentes» que luchan entre sí para convertirla en un pastel de frutas del bosque ribeteado de merengue hasta parecer un bocado rico y apetitoso, mientras el trabajo de vaciamiento se extiende desde ordenanzas educativas hasta manipulaciones éticas en jergas legales y decretos leyes que aplauden minorías envalentonadas en calles y plazas. Mientras unos grupúsculos ideologizados imponen sus neuronas, la mayoría lucha por la sobrevivencia y permite que «el cambio de sociedad» se abra camino con un fervor delirante. El sueño de un tal Zapatero se hace realidad mientras olvidamos la orgía de ataúdes que hasta hace poco dominaban las portadas de los medios. El problema, siendo tremendo, no es el de «la España vaciada» de hombres y de mujeres que, de pronto, nos hace saltar de la cama. El problema es que España se vacía de personas que cometan la osadía de gritar su desacuerdo bajo el palio de una obediencia ciega al partido de turno, a la burguesía ilustrada a la violeta, a la deconstrucción de toda normativa exigente y en fin a una axiología paradójicamente increyente en valores sustanciales. Y es que uno entra en la casa para barrer y acaba pintándola del color que más le gusta. Hasta pretender acabar con lo de «padre y madre» tras haber apoyado el fin de los viejitos impertinentes.

Lo fácil es decir que uno es un soñador tiranizado por las obsesiones constitucionales. Pues no. A uno le preocupa un montón que más de la mitad de España quede rezagada en la carrera hacia su propio futuro y un día se despierte en una cama donde no se había metido la noche anterior. Convertir este cúmulo de instancias históricas en el obsesionante «problema catalán» es un error mayúsculo: Cataluña nunca cederá hasta conseguir la independencia, y estamos dándole vueltas a sus juegos políticos malabares mientras el resto de España está harta de esta «fijación patológica» de la clase dirigente. Es exótico, se dice, cuando es groseramente patético enviar al Jefe del Estado para ser objeto del menosprecio de los próceres locales. La «convivencia», el gran argumento desde la cúpula, es otra cosa: es darle la mano al otro que a su vez extiende la suya. De lo contrario es cesión, chantaje, buenismo de medio pelo o sencillamente demostración de impotencia. Y repito, la hartura por esta repetitiva obsesión independentista, comienza a calar en España. Lo que no es bueno para nadie.

Percibo que la ternura del mar se agrieta en miniolas espumosas. Dejo la silla y paseo por la terraza. La quietud permanece porque la medicación la controla, pero aumenta su oscilación. Cada día semejante al anterior.

Bajo este marasmo de preocupantes destrozos, para los que se buscan excusas pseudointelectuales, descubro, desde la terraza, hombres y mujeres españoles que desde instancias diferentes y muy diferentes, estarían dispuestos a «poner en común su adhesión a España». Querrían dialogar y confrontar sus respectivos puntos de vista, pero temen ser tachados de «entreguistas» o sencillamente de «traidores» desde ámbitos militantes, dominados por ideologías cuyos resultados están constatados una y otra vez. Tales hombres y mujeres, con los que trato a menudo, justifican mi esperanza… en la medida en que pierden el pánico a la opinión pública, cada vez más determinada desde instancias manipuladas social, política y económicamente. Es decir, en la medida en que se hagan presentes desde sus ámbitos profesionales como ciudadanos libres que son. Sin miedo. Con prudente imprudencia.

Y algo más. Todo lo anterior lo ratifico como ciudadano creyente. Desde el Vaticano II, sabemos que la legalidad merece respeto desde ámbitos eclesiales e individuales. Por supuesto. Pero con la misma insistencia se nos invita a participar de la vida pública para que los valores evangélicos encuentren un lugar constructivo de conciencias libres y actuantes. De esto se trata, pues. De ser ciudadanos respetuosos con la legalidad, pero también de escuchar la convocatoria que se nos hace de ser «ciudadanos ejecutivos» desde esos ámbitos plurales que determinan el porvenir de España y del mundo.

Por estas «carreteras mentales» pasan los viajes de los días y de las horas. Hoy le ha tocado a España y después vendrán otras cuestiones acumuladas en el silencio, en las esperanzas y en los interrogantes. Con oscilaciones, es tiempo de quietud.

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