Diario de Mallorca

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A los vinos espumosos se les llamaba champán hasta que los empresarios franceses de la región (Champagne) impusieron de manera internacional la denominación de origen y los fabricantes de cualquier otro lugar tuvieron que cambiar el nombre. No sólo les sucedió a los vinos achampanados, por supuesto; con el coñac pasó lo mismo y, ante las dificultades para usar ese término, el consejo regulador del vino de Jerez convocó un concurso en el año 1950 para buscarle otra referencia a los coñacs andaluces. El jurado lo presidió, creo, José María Pemán, el poeta franquista —de época y de condición— al que el alcalde de Cádiz ha retirado la lápida que mantenía su recuerdo con indignación bastante generalizada porque Pemán, al margen de su ideología, es toda una referencia de la literatura de aquellos años. Por cierto, al alcalde gaditano le llaman Kichi porque por lo visto no ha sabido o no ha querido conservar su denominación de origen, es decir, los apellidos de sus padres, y el resultado es que va a pasar a la Historia, si es que pasa, con nombre que suena al del perro de la familia.

A lo que íbamos. El concurso de Jerez premió como nombre para su licor una especie de síntesis gramatical que unía las dos condiciones: Jeriñac. De forma popular se atribuyó al propio Pemán la autoría del bautizo. Inútil, a la postre, porque nadie usa, ni ahora ni entonces, esa denominación espantosa. El vino se ha quedado como brandy de Jerez, aunque muchos seguimos llamándole coñac y se acabó. Pero la deriva nominal del champán embotellado fuera de la región francesa tuvo más suerte porque la palabra cava se ha impuesto en España de forma generalizada.

Como la historia tiende a repetirse, andan ahora a la greña por el derecho de los espumosos hechos fuera de Cataluña a llamarse así. Pero el presidente Putin ha dado con una solución aún mejor. Ha sacado una ley sobre bebidas alcohólicas que concede sólo a los champanskoe, que es como se llaman los espumosos en el idioma eslavo —no sé cómo se escribe la palabra en cirílico—, el derecho a etiquetarse como ‘champagne’. Ni siquiera los champanes procedentes de Francia podrán hacerlo, cosa que casa muy bien tanto con el espíritu legal de Putin como con la tradición surrealista. Parece que las grandes marcas francesas, con Moët Chandon a la cabeza, están dispuestas a pasar por el aro y borrar la palabra Champagne de sus etiquetas con tal de seguir exportando a Rusia.

El episodio dice mucho de la fe de los políticos actuales —y anteriores— en el poder de cambiar la realidad por decreto por más que la realidad sea tozuda y tienda a quedarse como estaba. Pero por probar, que no quede. Creo que en Mallorca se vendía un vodka hecho en Binissalem con el nombre de Moryoskoff. Recomiendo al alcalde de Cádiz que, ante el fracaso del Jeriñac, pruebe con Kichicola.

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