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Matías Vallés

Al Azar | Junqueras empieza a estorbar

Si Puigdemont y Junqueras fueran españoles, encarnarían a la perfección el odio goyesco a garrotazos que únicamente pueden experimentar dos hermanos al sur de los Pirineos, donde Cataluña se ubica solo accidentalmente. No se necesita investigar la incompatibilidad patológica entre los apóstoles del independentismo, porque está documentada en docenas de libros escritos por ambos irreconciliables y por sus edecanes. De ahí que su repentino idilio en el exilio de Waterloo sea comparable a la recomposición de Rociito y Antonio David, otro reencuentro inminente.

La concordia predicada por Pedro Sánchez reposa en la discordia entre Junqueras y Puigdemont. Divide y no independizarás. Sin embargo, antes del retrato ayer de La familia de Carles IV en Flandes se registró una imagen más comprometedora. Tras abandonar definitivamente la cárcel, Junqueras y Carme Forcadell se dirigieron a una reunión de Esquerra. Se les advertía notoriamente satisfechos, pero cuesta asegurar que se tratara de una felicidad compartida por la cúpula de ERC. La situación era incómoda, también a través de la distancia gélida de la pantalla. La cima de un partido es un espacio limitado, los presos ocupaban sitios que no estaban huecos, habían sido rellenados durante su ausencia.

Puigdemont predica a bárbaros septentrionales que ni siquiera le entienden, pero Junqueras empieza a estorbar en casa. Con el lagrimal reseco, sus herederos siguen reconociendo su papel de Mandela, pero ahora desean que se lo aplique con un tenor literal. A saber, que se dedique a sus prédicas, pero desprovisto de poder ejecutivo. El antiguo vicepresidente de la Generalitat abdicó del independentismo racial antes del indulto, a través del valioso libro Fins que siguem lliures de su incondicional Sergi Sol. Ahí lo quieren su sucesores, teorizando la Cataluña del futuro mientras ellos gobiernan. Desde Madrid, será un alivio constatar que sus enemigos seguirán entretenidos autodestruyéndose.

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