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Mercè  Marrero

La suerte de besar | Dignidad

Nos hemos comprometido con la salud, levantado de una mesa a las cinco de la tarde y encerrado en casa a las diez de la noche. Toca celebrarlo con un macrobotellón

Dignidad

Cada año, al comenzar las rebajas, se publicaba la misma foto con diferentes protagonistas: personas apretujadas en la entrada de los centros comerciales esperando a que abrieran sus puertas para poder dar rienda suelta al consumismo. Un año me espanté al ver la imagen de la mejilla estampada contra el cristal de una vecina. Pasé el día preocupada por si le habían dislocado un hombro, pero en el informativo de la noche la escuché declarar, bolsas en mano, que la jornada había sido un éxito. Detrás de ella solo había desolación. Camisas y perchas por el suelo, estanterías vacías y trabajadores limpiando y recogiendo. Parecía que había pasado una jauría de bárbaros. No he vuelto a mirar a la vecina con los mismos ojos. En el fondo, la veo partícipe de esa barbarie.

Hoy siento que las Balears son ese comercio por el que pasan, o pasarán, millones de visitantes dispuestos a arrasar con lo que tenemos y que nosotros quedaremos, con la cabeza gacha, tratando de enmendar el desaguisado. Lo siento al ver imágenes de los barcos fondeados en espacios protegidos albergando fiestas de idiotas que tiran botellas al mar con total impunidad, al ver las fotos y vídeos de los macrobotellones que se organizan noche tras noche o al escuchar los ruidos y chillidos nocturnos en calles y plazas sin que ninguna autoridad haga cumplir la normativa.

Los obedientes isleños hemos cumplido. En pos de la salud, y de la temporada, nos hemos levantado de la mesa a las cinco de la tarde, hemos prescindido de reuniones con familiares y hemos aceptado encerrarnos en casa a las diez de la noche. En contrapartida, se permite que cientos de adolescentes vayan de concierto y parranda con total libertad. Se hace un paripé de prueba de ocio seguro en un local, cuando todos sabemos que en cada esquina hay un bar en el que no se respeta ni una sola norma. El resultado de todo este despropósito es que volvemos a vivir un día de la marmota y la curva ascendente de contagios recuerda a la del mes de febrero. Solo que esta vez, el virus es más contagioso.

Molesta que el Govern pase la patata caliente a los ayuntamientos. Enerva que los ayuntamientos culpen a la Delegación de Gobierno. Que nadie sepa qué policía tiene cuál competencia y es ingenuo esperar que la Demarcación de Costas haga algo, cuando todos nos preguntamos si ésta no será una leyenda urbana. Hay que dejar de hacer la vista gorda con las aglomeraciones, multar, disolver los botellones y, después, cuando todo esté en orden, ya se preguntarán quién debió hacerlo. El turismo de excesos no desaparece con (solo) afirmaciones rimbombantes y vehementes. Quienes mostramos nuestro hartazgo hacia visitantes a quienes las Islas Baleares les refanfinflan no somos insolidarios, ni contrarios al turismo o a la recuperación económica. Simplemente, tratamos de defender nuestra dignidad y salud.

Creímos, ilusamente, que la covid nos haría mejores. Que nos replantearíamos nuestro monocultivo turístico, seríamos exigentes con quienes nos visitan, mimaríamos nuestro entorno y seríamos más sensibles y sostenibles. De momento, no lo parece. La falta de previsión y de control transmite que somos ese lugar en el que todo vale. Pena, penita, pena. Lo contrario a la dignidad. Y, mientras tanto, empeora nuestra situación epidemiológica.

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