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Eduardo Jordà

No persona

Sin darnos cuenta -o sí, que sería mucho peor-, estamos desmantelando el mundo del conocimiento que ha hecho posible eso que llamamos civilización. Para nosotros, una sociedad democrática se funda en una serie de principios incuestionables: la igualdad de todo ciudadano ante la ley, el contrapeso de las instituciones frente al poder político, la primacía del conocimiento sobre el sentimiento religioso o el pensamiento mágico, y por supuesto, la regulación legal de la convivencia sobre la base de unas normas que no dividieran a los seres humanos por razas o por grupos religiosos o por orígenes geográficos, sino por la simple condición de ciudadano sometido a los mismos derechos y a los mismos deberes.

Pues bien, todo este entramado social fundado en el conocimiento científico y en las normas de una sociedad democrática se está viniendo abajo de forma muy visible. Basta pensar en las nuevas palabras o en el nuevo sentido que se le está atribuyendo a determinadas palabras. Antes de que cambie una sociedad cambian las palabras que servían para definir la vida de esa sociedad. Eso lo saben bien todos los que han vivido en una sociedad totalitaria: primero cambian las palabras, que de repente adquieren un sentido nuevo, casi siempre desconocido, y a partir de ahí ya está preparado el terreno para que cambie también la sociedad y la conducta de las personas que viven en esa sociedad. Si se altera el significado de las palabras -es decir, si las palabras se convierten en nuevas criaturas mutantes-, la sociedad que usa esas palabras ya está preparada para convertirse en una sociedad mutante. Y sus ciudadanos, sin saberlo, ya están preparados para comportarse de una forma que jamás hubieran imaginado; y peor aún, de la que probablemente se habrían avergonzado si antes no hubieran aprendido a usar la palabra mutante que daba un nuevo sentido a su propia conducta y que de alguna manera la predeterminaba.

Tenemos muchos ejemplos. Si la palabra ‘persona’ puede convertirse -como ocurrió en la Unión Soviética- en su reverso (’no persona’), que se aplica a los antiguos aristócratas y a los antiguos funcionarios zaristas y a todas las personas que no se consideran ‘fiables’ para el nuevo régimen político, la persona individual podrá ser sometida a toda clase de humillaciones y aberraciones jurídicas, y de algún modo, los campos de exterminio del Gulag ya están contenidos en esa nueva palabra, ‘no-persona’. Y por la misma razón, si la palabra ‘hombre’ -como ocurrió en la Alemania nazi- puede convertirse en ‘subhombre’ o ‘subhumano’ (Untermensch), para referirse a judíos, gitanos y eslavos y otras clases de personas consideradas monstruosas, esa palabra nueva ya contiene en sí misma el campo de exterminio en el que los ‘subhombres’ van a ser eliminados de la faz de la tierra por simples razones de ecología social. Todo es muy sencillo. Basta crear la palabra ‘subhombre’ para hacer posible que ese ‘subhombre’ sea eliminado como le corresponde. Basta crear la palabra ‘no-persona’ para que todas las personas consideradas ‘no-personas’ sean enviadas al matadero. Nunca falla.

Estos días, entre nosotros, han aparecido ciertas palabras que van alterando el sentido de la realidad que hasta ahora conocíamos. ‘Persona gestante’, ‘persona menstruante’, ‘persona lactante’, por ejemplo. Estas palabras no sólo son feas -feísimas-, sino que además pretenden sustituir a la antigua palabra que hasta ahora usábamos para definir a las personas que gestaban, que menstruaban o que daban de mamar a sus hijos: la palabra ‘mujer’, una palabra que existe en todas las lenguas del mundo, desde el sánscrito al hebreo de la Biblia, igual que existe la palabra ‘hombre’ o ‘varón’. Según las enseñanzas de la biología, que hasta ahora fundaban nuestra forma de interpretar la realidad -y por tanto, de nombrarla-, sólo una mujer podía concebir un hijo gracias al útero y gracias a los órganos biológicos que hacen posible un embarazo, del mismo modo que sólo una mujer podía amamantar a un niño o menstruar. Eran hechos biológicos que parecían incuestionables, igual que el sexo biológico, que se atribuía en función de una simple realidad genética: los cromosomas y las células somáticas. Los cromosomas XX identificaban a la mujer, en tanto que los cromosomas XY identificaban al varón. Es cierto que había casos -rarísimos- de varones con cromosomas XX a causa de una alteración genética. Pero esos casos podían tratarse con cirugía o medicación hormonal.

¿Qué es una ‘persona gestante’? ¿Y una ‘persona menstruante’? No lo sabemos muy bien, pero lo que salta a la vista es que esa nueva realidad es una realidad que ha sido modificada y alterada y quizá contaminada y destruida sin remedio. En cierta forma, esa nueva realidad ya no es ni gestante ni mujer. Ni siquiera podemos estar seguros de que sea una persona. Es algo nuevo, un híbrido, una criatura mutante, algo que no sabemos muy bien qué es -como las quimeras o las arpías de la mitología clásica-, y que no pertenece al terreno de la biología, que es el terreno de la realidad, sino al abstruso y maleable y peligrosísimo territorio de la ideología. Como ‘no persona’. O como Untermensch.

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