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Juan José Millas

Tierra de nadie | Mortaja

Aeso de las cuatro o las cinco de la madrugada, se produjo en el interior del dormitorio un movimiento que me despertó. Vi entonces cómo una de las puertas del armario empotrado se abría silenciosamente en medio de la oscuridad reinante. Sus bisagras padecían un defecto de origen que producía esta secuela en los momentos más inesperados, si no habías tenido la precaución de cerrarlo con llave. Cuando alcanzó el límite, y gracias a la escasa luz de las farolas de la calle que se colaba a través de los visillos, pude observar las camisas colgadas ordenadamente de sus perchas. Destacaban las claras, entre ellas una muy blanca, con bordados en el cuello, que me habían regalado hacía años en México y que nunca me había puesto porque me pareció que tenía algo de mortaja.

Luego, la imagen de la puerta me hizo pensar en la tapa de un cuaderno abierto, a la espera de ser leído. Me entretuve entonces en observar las camisas del armario como si constituyeran sus páginas. Las leía de izquierda a derecha, evocando el instante de mi vida en el que había adquirido cada una. Las había antiguas, pues me cuesta desprenderme de la ropa vieja, aunque ya no me la ponga, del mismo modo que me cuesta tirar a la basura los cuadernos agotados en los que tomo nota de ideas que me pasan por la cabeza en un instante y se van luego a la cabeza de otro o quizá al vacío. Curiosamente, la camisa que cerraba el cuaderno era la mexicana, la mortaja. Fijé mi atención en ella con inquietud. No la había usado jamás, pero tal vez, cuando muriera, alguien, al vaciar el armario, reparara en que estaba sin estrenar y decidiera utilizarla como un sudario para mi cadáver. Intenté imaginarme de blanco, con la seriedad característica de los muertos, y creo que me gusté, tal vez más que de vivo. Por otra parte, sería, de algún modo, como si me enterrarán en México en vez de en España, lo que tampoco me disgustaba.

Como los minutos pasaran sin que lograra conciliar el sueño, salí de la cama y me quité la chaqueta del pijama, que sustituí por la camisa mexicana. Luego no sé si me dormí o me morí, pero al día siguiente me levanté distinto, mucho, muy distinto, como si ya no me concernieran los asuntos de este mundo.

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