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Daniel Capó

Las cuentas de la vida | Ciclos electorales

Quizás haya llegado el momento de normalizar el largo plazo en el funcionamiento democrático de nuestro país

Rueda de prensa Pedro Sánchez y Jens Stoltenberg HorstWagner.eu

Ya que los augurios apuntan hacia un inminente periodo constituyente, como consecuencia de la mesa de diálogo con Cataluña (la rumorología en la capital sugiere que Pedro Sánchez ofrecerá a la Generalitat institucionalizar el concepto «nación de naciones»), quizás sea el momento de hablar de los ciclos electorales y de sus implicaciones sobre la política española. El politólogo Roger Senserrich lo insinuaba en una reciente columna del periódico digital Voz Pópuli: los ciclos electorales cortos –de apenas cuatro años– generan tensiones. Y, de hecho, se diría que en España nos encontramos continuamente en campaña, al enlazarse las elecciones municipales y autonómicas con las generales y las europeas. Los ciclos cortos influyen sobre la calidad de las políticas públicas, ya que pasamos a centrarnos en la demoscopia. Nada puede ni debe ir en contra de las expectativas de los partidos, por lo que muy rápidamente el deseo del electorado se convierte en una espada de Damocles y sólo circunstancias excepcionales –como la crisis de 2011, que forzó al gobierno Zapatero a aplicar unos durísimos recortes– impulsan el reformismo; además no siempre en las mejores condiciones, sino más bien a contracorriente y con la lengua fuera, para luego volver a las políticas electoralistas en el peor momento. Cuando no se practica la demagogia entre territorios, se hace entre segmentos sociales o generacionales. Así llegamos a absurdos como que se suban las pensiones de hoy a costa de rebajar las de nuestros hijos –o las nuestras propias de aquí veinte años–, o que haya autonomías que reciben transferencias mucho mayores que otras, no sólo en lo que concierne a las inversiones en infraestructuras, sino a la financiación de servicios básicos como la enseñanza o la sanidad. Y resulta imposible plantear un debate sosegado sobre ninguno de estos temas sin que la presión de las encuestas recomiende dejarlo para un mejor momento.

Al final, los gobiernos se dedican a gestionar con el máximo de generosidad sus cuatro años de legislatura, conscientes de que cualquier reforma que afecte a los privilegios de algún grupo quedará circunscrita al primer año como mucho. Liberalizar las farmacias, los taxis –¿para cuándo Uber o Cabify en todo el territorio nacional?–, las notarías o los registros de la propiedad resulta misión imposible sin asumir un coste electoral que ningún partido está dispuesto a pagar. Del mismo modo, atajar los privilegios del Ibex –muchas veces de carácter abiertamente oligopolístico– o simplificar el mercado laboral para reducir el paro o consolidar la viabilidad del sistema de pensiones sin dedicarse continuamente a lanzar la pelota hacia delante exige un valor superior al que demuestran nuestros partidos. Y, en gran medida, esta falta de decisión se debe a la estrechez de los ciclos legislativos: cuatros años, la mitad de los cuales se está en campaña, dan para muy poco.

¿Tendría sentido alargar las legislaturas? ¿Pasar de cuatro a seis o siete? Seguramente. El juego democrático no se vería afectado, pero sí bajaría la presión de las campañas, su poder casi omnímodo sobre la política. No se eliminaría la demagogia, pero sí facilitaría que los gobiernos adoptasen medidas con el tiempo suficiente para dar fruto y madurar. Además, establecer legislaturas más largas seguramente pacificaría la vida política, y permitiría, tanto a los partidos en el gobierno como a la oposición, asumir con mayor tranquilidad sus propios procesos internos. Quizás haya llegado el momento de normalizar el largo plazo en el funcionamiento democrático de nuestro país.

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