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Pilar Ruiz Costa

Una ibicenca fuera de Ibiza | Saltar al vacío

Descubrieron a la madre de una amiga cuando intentaba saltar por la ventana. Una tragedia que podría haber sido irreversible. Con la salud cada vez más mermada, viuda y con los hijos y nietos mayores, les dijo que ya no les hacía falta. Automáticamente recordé a mi padre que, en sus últimos meses de agonía, alternaba los gritos de que le tiráramos por la ventana con los de miedo a morir. Y también, un poco, lo confieso, me tocó aquel resorte profundamente escondido en mis rincones de cuando yo misma traté de quitarme la vida. Como cualquier noche, bañé a mi hija de dos años, le di la cena, cantamos juntas su canción de dormir y después, me encerré en el baño. Mientras hacía lo imposible, no paraba de pedirle perdón porque sabía lo sola que iba a dejarla. Porque no estaría en su boda ni acompañándola cuando fuera madre. Porque no estaría para verla crecer ni para defenderla. Porque la abandonaba.

Aquella pesadilla se fue diluyendo en el tiempo pero, sin embargo, dejó el poso de un miedo nuevo: el de si, quizá, alguna vez que tocara fondo, volvería a repetirlo. Si cuando ya no ‘les hiciera falta’ a mis hijos, si cuando ya no estuviera mi madre para sufrirlo y la vida me golpeara en exceso; si se juntaban deudas, decepciones y algún infortunio, volvería a encontrar en un baño el único interruptor que apague el dolor y la miseria. Me llevó entre uno y treinta años poder contestar un incierto «creo que no».

Ha llovido mucho desde entonces. Estuve en la boda de mi hija y empujando con ella en un paritorio. Seguimos inventando canciones, ahora para tres y, por Dios, que la he defendido lo mismo que ella a mí y aun así ¡le he pedido perdón tantas veces…! Porque si sigo aquí, en este lado de la vida, es porque fracasé aquella noche desesperada. También dieron los años para pedirme perdón a mí también. Y me perdono con el mismo amor con el que me entiendo. Jamás osaría simplificar un drama así, pero sospecho que, detrás de muchos suicidios no está el querer morir, sino el querer dejar de sufrir y sufrimientos hay más que montañas. El mío tenía nombre y apellidos y mis iniciales grabadas en una alianza. Yo vivía, pero medio muerta, solo porque nunca llegaba a rematarme del todo. Eso sí que ahora puedo contestarlo con rotundidad: yo no quería morir, pero no tenía fuerzas para vivir aquella vida ni un minuto más. Perdonarme fue el único modo de dejar de sentirme la peor madre sobre la faz de la tierra. Entenderme fue reconocer que aquello, roto, desamparado, malherido, tocado y hundido, no era yo. ¡Todavía no lo era! Con una fuerza inimaginable, yo vine luego. No morir valió la pena.

Pero esta triste historia no es en absoluto solo mía y de mi hija. O de mi amiga y su madre. Según datos de la OMS, cada año cerca de un millón de personas se quitan la vida en el mundo. Solo en España el año pasado intentaron arrancarse la vida 8.000 personas. Más de 3.600 lo consiguieron. La mayoría de los hombres se ahorcan; las mujeres saltamos al vacío. Para la mitad de los que ya no están, ni siquiera era su primer intento, porque la tentativa de suicidio multiplica por cien las posibilidades de reincidir. Miren cuántas alarmas encendidas que no supimos ver. Miren cuánta angustia que no vemos. La Fundación Española para la Prevención del Suicidio alerta de que es ya la primera causa de muerte externa, duplicando a las víctimas de accidentes de tráfico y hasta trece veces mayor que las muertes por asesinato.

Mis lectores más habituales saben que me gusta traer a estas páginas alguna reflexión. Lo siento, pero hoy no la tengo. Es más bien la necesidad de compartir que, a pesar de todo lo confesado —o quizá, precisamente, por lo que confieso —, tengo la certeza de que la mayor parte de los casos de suicidio se pueden prevenir y, por lo tanto, podemos evitarlos. Hacen falta políticas de salud pública que ayuden en la detección y a romper estigmas, pero también políticas sociales que cuiden que todos tengamos los recursos mínimos para vivir dignamente. Para que nunca confundamos la falta de sentido para vivir con la falta de medios para lograrlo.

Viktor Emil Frankl, el psiquiatra austríaco que sobrevivió a cuatro campos de concentración nazi en los que perdió a todos sus familiares, dedicó su carrera y su vida, precisamente a encontrarle sentido a eso que llamamos vivir: «Si podemos encontrar algo por lo que vivir, si podemos encontrar algún significado para poner en el centro de nuestras vidas, incluso el peor tipo de sufrimiento se vuelve soportable». También afirmaba que «el dolor solo es soportable si sabemos que terminará, no si negamos que exista». Por eso, creo que a nivel social, pero también en nuestros pequeños círculos, hemos de tejer una red de respeto, dignidad y amor; de manos que no te sueltan. Por si llega el momento en que no se es capaz de ver ese final, o que ese final no existe y entonces toca construirlo. Juntos. Que es lo mismo que saltar, pero para tomar impulso.

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