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Antonio Papell

La opción catalana del PP

Los partidos estatales de izquierdas, y en particular la coalición de gobierno, mantienen la tesis poco controvertible de que el conflicto catalán, que alcanzó el cenit en el referéndum ilegal del 1-O de 2017, tiene que tener una solución política. La democracia es el procedimiento por excelencia de resolución pacífica de conflictos, y nuestro régimen, impecablemente democrático, ha de proporcionar los procedimientos para que lo que hoy parece una confrontación insoluble, cuyos responsables fueron severamente juzgados y condenados o se encuentran huidos de la Justicia, se mitigue paulatinamente y acabe discurriendo por cauces de negociación y acuerdo. La alternativa a esta opción no debería ser siquiera mencionada.

El discurso que acaba de expresarse es el que subyace bajo los indultos. Para que interlocutores enemistados por una confrontación cualquiera se aproximen lo suficiente para que sea posible el diálogo, primero, y la deliberación, después, es preciso restituir la confianza. Y esa confianza ha de lograrse mediante gestos amistosos. En el caso que nos ocupa, no cabe duda de que los indultos que faciliten el regreso a casa de quienes aún permanecen en prisión tras haber sido condenados a penas que a algunos nos parecen desproporcionadas —esta valoración es forzosamente subjetiva pero tiene la apoyatura de estar muy extendida en Europa, pese a que nuestro Tribunal Supremo mantenga obstinadamente lo contrario— constituye una señal clarísima de que el Estado no desea ensañarse con sus adversarios, ni cobrarse venganza alguna —toda sanción penal encierra un desquite de la sociedad contra el reo—, ni escatimar esfuerzos para que las aguas turbulentas se calmen, los agravios se olviden o se archiven en alacenas profundas y vuelvan a predominar los sentimientos cooperativos entre el conjunto del Estado y una de sus colectividades, la catalana, con muchos siglos de experiencia a las espaldas.

En definitiva, defender los indultos representa conciliar, hablar, negociar, pactar. Una serie de verbos de difícil ejecución pero que son los únicos a cuyo extremo está un desenlace pacífico del mayor conflicto —felizmente incruento— que ha tenido que resolver nuestro sistema democrático, a excepción hecha de la cuestión vasca, ya desactivada, por cierto.

Pese a ello, es legítimo negarse a los indultos por razones morales e incluso políticos. Pero si se ciega un aliviadero cuando la presa se desborda habrá que abrir otro. Porque una incógnita sobrevuela este planteamiento: ¿Qué significa oponerse a los indultos, y hacerlo además con inflamación, mediante agresivas recogidas de firmas, haciendo hincapié en la extrema gravedad de los delitos cometidos por los encarcelados y los prófugos y tildando de deshonestidad a quienes quieren aliviar las sanciones utilizando un procedimiento plenamente constitucional y empezar a hablar? Con la particularidad de que quienes adoptan esta belicosa posición tienen escasísimo predicamento entre los constitucionalistas de la propia Cataluña —en las pasadas elecciones autonómicas de febrero el PP obtuvo tres escaños, seis Ciudadanos y 11 Vox; en conjunto, menos de medio millón de votos, frente a los 655.000 votos y 33 escaños del PSC-PSOE, pongamos por caso.

Esas firmas conseguidas en Andalucía, en Extremadura o en Galicia contra los indultos catalanes contienen un mensaje envenenado, como el que emitió Rajoy también como líder de la oposición al hacer lo propio en contra del Estatuto de Autonomía de Cataluña. No parece obra de un gran estadista lanzar a unas comunidades autónomas contra otras, frenar con argumentos puritanos acuerdos que puedan facilitar la convivencia, insistir aberrantemente en que la mejor manera de evitar la pulsión independentista en Cataluña sea el recurso a la máxima dureza penal contra quien dé un paso más allá de la raya marcada.

No es momento ni lugar de sugerir las vías de acuerdo en este desentendimiento que tiene causas bien conocidas en las que no solo el nacionalismo catalán cometió errores garrafales. Aquel Estatuto de 2006 saltó por los aires con una indelicadeza política y jurídica que hacía bien previsible el huracán de después. Lo que sí toca subrayar en este momento es que los demócratas no tenemos derecho a poner en duda la eficacia del régimen que hemos construido para que nos acoja todos.

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