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Daniel Capó

Europa es un humanismo

La pregunta sobre Europa no admite una única respuesta. ¿Qué es? ¿Quiénes somos? Una cultura plural y diversa que se sostiene sobre los pilares del legado romano, la herencia judeocristiana y los valores de la Ilustración. Europa son sus cafés –como supo ver Steiner–, pero también sus libros, su pintura, su música, sus paisajes y su arquitectura. El historiador británico Kenneth Clark, en la mítica serie Civilisation, observó que detrás de Europa se halla siempre una voluntad de orden asociada a la belleza y a una idea determinada de verdad. El arte de los pueblos bárbaros –su cultura– podía ser impactante y generar emociones, pero no reflejaba ese ideal clásico que nos legaron los griegos y al que hemos intentado volver una y otra vez a lo largo de la historia. Europa constituye una pluralidad, desde luego, en la que conviven una multiplicidad de lenguas y dialectos. Si Francia es un estilo, Alemania es el lenguaje de la filosofía y de la ingeniería; Italia, un exceso estético; Inglaterra, una melancolía y un humor; y España, un realismo sordo, aferrado con uñas y dientes a la tierra. Europa es diversa, en efecto, incluso a pequeña escala: de pueblo a pueblo, de comarca a comarca. Y si en algún lugar cuesta hablar de naciones monolíticas o de identidades ensimismadas es precisamente en Occidente, porque Europa, más que una ideología –y a pesar de sus enormes fracasos–, representa sobre todo un humanismo, un modo de entender el mundo y de respetarnos unos a otros. Eso era y eso ha sido, al menos en sus mejores momentos.

Una de estas etapas responde al nombre de Unión Europea: un proyecto de colaboración interestatal que buscaba –y ha conseguido– decir adiós a las guerras nacionalistas del siglo XX. La UE encarna, casi desde cualquier óptica, uno de los grandes éxitos políticos contemporáneos: un modelo de cooperación, de solución de conflictos, de ayuda mutua, de cesión de soberanía… El sueño kantiano de la paz perpetua, donde se juega limpiamente y no se sigue estrictamente la lógica del poder. Y en cierto modo así ha sido y así sigue siendo, a pesar de la lentitud de sus procedimientos y de la creciente burocratización.

Porque, si la UE simboliza un éxito, también se ha mostrado incapaz de reformarse con la suficiente rapidez ante los desafíos que le planteaban un tiempo nuevo y unos actores globales distintos. La excesiva parsimonia, por un lado, y la creciente desconexión con las demandas de los ciudadanos –que empiezan a no sentirse representados por sus elites políticas–, por el otro. Más aún en épocas como la nuestra, definidas por unas fuerzas económicas revolucionarias; léase tecnología, globalización, ingeniería financiera y endeudamiento masivo. Por un motivo u otro, Europa ha dejado de verse a sí misma como un humanismo y, por tanto, se ha convertido en una mera arquitectura institucional, tremendamente invasiva para con la vida de los ciudadanos, poco eficiente frente a los problemas y cuyos representantes utilizan una neolengua incomprensible para muchos ciudadanos. Si la economía explica nuestra relativa prosperidad, también las corrientes económicas han ido trazando un rumbo que se aleja cada vez más del ideal primero de la Unión. Las corrientes económicas y la arteriosclerosis burocrática. Además del descuido de nuestra herencia, esta tierra fértil que hace posible un futuro mejor.    

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