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Fernando R. Miranda

Transiciones dulces

Hay cosas que venían de atrás, de mucho antes del estado de alarma. Por ejemplo, la transformación de los bancos en un ente virtualmente abstracto que hace entrar en pánico a mucha gente mayor antes de retirar dinero de la libreta. Una nueva realidad que crea desafección generalizada.

Estas empresas financieras han perdido el miedo a no gustar y continúan acumulando en sus pasivos una merma de calidad bastante notable en los servicios que prestan. Arrojan al vacío a todo aquél que no acepte sus premisas, aunque sean pensionistas, de los que, obviamente, se desentienden por su escasa rentabilidad. Por lo que se ve, los abuelos no dan la talla para el perfil de clientes que ellos quieren. ¡Como si adaptarse al universo digital fuera sencillo para una persona de 70 años, aunque goce de buena salud!

Es lastimoso ver cómo un servicio tan esencial como es la banca excluye de manera lacerante a la tercera edad de sus planes. Porque una cosa es la digitalización y, otra muy distinta, la falta de toda sensibilidad a la hora de abordar los cambios con esa capa de población a la que las nuevas reglas de juego se les ha convertido, directamente, en obstáculos infranqueables.

¿A quién no le ha ocurrido? Una madre o un padre que ruegan a sus hijos que se hagan cargo de las gestiones del banco porque ellos no son capaces de llevarlas a cabo. No se trata de negarnos a afrontar como sociedad los desafíos de nuestro tiempo, sino simplemente de ser conscientes de las diferencias funcionales y de apoyo que hay entre la gente. La prestación de servicios tiene que estar diseñada para la comodidad de todos, no solo de algunos. Y si no, para eso están las excepciones.

Sé que en temas de banca la insensibilidad empieza por sus propios trabajadores, a los que se les excluye del mercado laboral a golpe de reconversiones colectivas. También soy consciente de que el negocio bancario tiene que buscar rentabilidades en dominios que ahora mismo se han puesto cuesta arriba, pero la falta de compromiso para con la tercera edad es un abuso solo equiparable al de algunas comisiones. Además, dado el envejecimiento poblacional, estos ciudadanos son importantes no solo cuantitativamente, sino también cualitativamente. Estamos metidos hasta las trancas en la era de la transformación tecnológica y la consecución inmediata de objetivos, por lo que la población vulnerable, por muy numerosa que sea, se nos pasa muchas veces inadvertida.

Antes, el banco era un lugar seguro y decoroso. Ahora, se ha convertido en un espacio frío que alberga sentimientos de culpa. Quién nos vio y quién nos ve dentro de una sucursal... empequeñecidos, esperando una cola. Cuatro paredes que han dejado de ser acogedoras y a las que solo acudimos rebotados cuando el cajero automatizado de la esquina no resuelve nuestras cuitas financieras.

Nadie está inmune al envejecimiento, es decir, que para allá vamos todos. Y cuando lleguemos, –si es que tenemos suerte– no nos gustaría que nos enviaran un mensaje tan contundente: «Pertenece usted un colectivo excluido, búsquese la vida». La banca, un negocio en otras épocas boyante y estratégico, navega ahora en silencio por los mares de la despersonalización. No sé si recuperarán peso financiero endureciendo condiciones, pero si sé que están perdiendo la confianza, ganándose la antipatía de los usuarios. Es decir, que nos sometemos... pero a regañadientes. A lo mejor, es que hasta ahora estábamos demasiado mimados.

¿Habrán oído los señores banqueros alguna vez aquello de la transición dulce? Tal vez cuando fueron rescatados con el dinero de todos... Eso sí que fue un cambio entre algodones, pero no lo pedimos para todos. Solo, en este caso, para los más vulnerables.

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