Llevamos dos largos años de negociaciones para alcanzar la nueva PAC. Ya deberíamos tener los reglamentos aprobados, pero el pasado 28 de mayo, los ministros y ministras de agricultura de la Unión Europea se levantaban de la mesa de la negociación en medio de recriminaciones entre el Consejo y el Parlamento Europeo. La presidencia portuguesa hizo todo lo posible por cerrar el acuerdo, pero en un hecho insólito, el vicepresidente de la Comisión Europea, Frans Timmermans, en vez de jugar su papel de árbitro, se posicionó junto a una de las partes. La próxima cita será los días 28 y 29 de junio y ahí sí, de no alcanzarse un acuerdo, nos encontraremos al borde del abismo. El 1 de julio Eslovenia asumirá la presidencia de la Comisión y podríamos llegar a perder todo el semestre.

Voy a dar un salto y a situarme en el terreno doméstico. Un periodista me decía en una entrevista que lo que se decide en Bruselas estaba muy lejos de la payesía. Le contesté que ni por asomo. Si hay un sector que conoce el funcionamiento de las instituciones comunitarias y tiene plena conciencia de la importancia de Bruselas en su vida cotidiana, ese es el sector agrario. La Política Agraria Común ha sido y es la política que más ha contribuido a la construcción y cohesión de Europa. Su distribución económica y su efecto directo sobre las rentas de más de 11 millones de explotaciones agrarias, y su impacto territorial sobre 173 millones de hectáreas, no tienen parangón con ninguna otra política comunitaria. Trasladando esto a las Illes Balears, en este momento, la PAC significa 45 millones de euros al año, el 30% de la renta de las familias payesas, casi 4 millones de euros todos los años para el mantenimiento de la Serra de la Tramuntana, y otros 10 millones de euros de media en inversiones y en industrias agroalimentarias.

Para las Illes Balears la negociación de esta PAC no es una negociación más. La Conselleria trabaja intensamente desde hace dos años para que sea la negociación sustancial y definitiva que cambie el tratamiento insular de nuestra agricultura. Los «mimbres del cesto» están definidos y nos quedan 6 meses de artesanía fina para ajustar cada tema. Necesitamos que todo suceda sin sobresaltos y que los tiempos se cumplan. Soy optimista. Confío en nuestro ministro y su equipo, y pienso que el 29 de junio tendremos el acuerdo que nos permitirá rematar la faena que tenemos entre manos.

El análisis del documento de discrepancias es alentador. Diez de los dieciséis puntos no encierran problemas insalvables. El debate está en seis puntos que muestran las diferencias entre una mayor o menor ambición ambiental defendida por el Parlamento Europeo o por el Consejo. Creo humildemente que aquí está el error del proceso. La sostenibilidad ambiental es innegociable. No puede ponerse en duda en un contexto de cambio climático. Pero la sostenibilidad tampoco puede ser un arma arrojadiza de unos contra otros. La realidad del sector agrario exige hablar de sostenibilidad en mayúsculas. Es decir, sostenibilidad económica, social y ambiental. Si las explotaciones agrarias no son viables, si las rentas agrarias no son dignas, si no garantizamos el relevo generacional y la innovación, la sostenibilidad ambiental será una cuestión de puro paisajismo y jardinería, y claramente les digo, que yo no estoy ni estaré en esto. Si por el contrario avanzamos en un modelo de producción que dé la espalda a la crisis ambiental y a los límites de la naturaleza, los primeros en desaparecer serán los agricultores y agricultoras, y tampoco me verán en estas. Este equilibrio exige objetivos progresivos y aquí está el asunto clave. La conciencia ambiental de la sociedad es cada vez mayor y esta ciudadanía que no sabe de «campo» ni de «agricultura» debe estar tranquila y confiada, porque esta política troncal de la UE será sostenible con mayúsculas.