Diario de Mallorca

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Lifejackets

Los poetas somos seres extraños. Amamos la soledad, los días lluviosos, la monotonía, todas esas cosas que a las personas normales les parecen tediosas y aburridas. En esas estaba no hace mucho, viajando a bordo del Ciudad de Palma rumbo a Barcelona, en cuyo puerto tenía que reunirme con mi pareja para después ir juntos hasta Girona, donde viven y trabajan nuestros hijos, Pere y Marc. Aproveché las cerca de siete horas de travesía para contestar WhatsApps, poner al día el correo electrónico y empezar a leer un libro que justo el día anterior me había regalado mi buena amiga Bel, una compañera de trabajo con quién desde hace muchos años comparto amistad, inquietudes y maneras de ver el mundo. Ya lo dicen, quién tiene un amigo tiene un tesoro, y así es, sin duda alguna. El libro en cuestión es El sexo inútil, de Oriana Fallaci, en una edición de segunda mano fechada en 1962. Se trata de la crónica de un viaje alrededor del mundo con la intención de descubrir como son y qué piensan las mujeres del planeta, siempre con el denominador común de la opresión y/o la invisibilización que padecen en no pocos países y continentes, pese a lo cual Fallaci destaca siempre el valor y la dignidad de esas «mariposas de acero», utilizando su propia terminología. Más o menos a la hora en que tengo previsto llegar a Barcelona comenzará en Palma una manifestación por los asesinatos de las cinco mujeres y un niño acaecidos en España en solo una semana. Una verdadera semana trágica, y valga la redundancia. Un espanto ante el que habrá que arbitrar algo más que un protocolario minuto de silencio, todo sea dicho.

La prosa de Oriana es ágil, fluye con oficio a lo largo de los renglones algo torcidos de ese ejemplar (me encantan los libros de segunda mano) y me deja con la sensación de que, a pesar de haber transcurrido casi 60 años desde su escritura, muchas cosas no han cambiado en ese viaje en torno a la mujer que nos cuenta la célebre escritora y periodista italiana. Poco a poco va cayendo la tarde. Salgo a la cubierta para descansar un poco los ojos y extenderlos a lo largo del mar, plácido y calmo como hacía tiempo que no lo veía. Poco a poco me invade una sensación de sosiego. Una mujer está sentada cerca de mí, en un banco de madera. Lleva unos cascos puestos y parece ajena a todo cuanto le rodea, como si también buscara esa paz que solo hallamos a ratos y en esos momentos aparentemente muertos pero tan llenos a la vez de sensaciones difíciles de explicar. Fijo la vista en el horizonte y todo es mar; ni un solo atisbo de tierra en esa atmósfera que tiene algo de ensueño y fantasía, interrumpida únicamente por el ruido de los motores del buque, monótono y persistente. Me parece inconcebible que ese mismo mar pueda ser la tumba de tantas personas que tratan de alcanzar nuestra ribera de bienestar, generalmente estafadas miserablemente por mafias o inducidas por gobiernos sin escrúpulos. En ese mismo mar, hace ya once años, depositamos las cenizas del segundo de nuestros hijos. De vez en cuando echo en falta un lugar donde ir a visitarlo. Una referencia física, seguro que entienden lo que quiero decir. Pero de repente me doy cuenta de que su recuerdo, sus ojos, su sonrisa, están justo ahí delante, esparcidos a lo largo y ancho de ese mar tan proceloso como inabarcable. Eso me consuela, pensar que de alguna manera su ser está presente en las tres cuartas partes del planeta en forma de océano, de mar, de agua salada.

Poco antes mi también buena amiga Àngels me ha llamado para comentarme el éxito que está teniendo la iniciativa de ARCA de montar un mercadillo frente al Hostal Términus, en pleno centro de Palma. Estuve un par de sábados en ese mercadillo y fue emocionante ver como se acercaban personas vinculadas de alguna manera a la historia de este centenario establecimiento, una joya de nuestro patrimonio arquitectónico que sin duda debería preservarse. Una pareja madura comentaba que en ese lugar celebraron su banquete de bodas, mientras que una mujer nos relataba que su padre fue cocinero del Hostal, allá en los años 60. Son también muchas las personas que se acercan para llevarse un recuerdo del Términus, es decir, un pedazo de memoria del que otrora fuera lugar emblemático y punto de encuentro de viajeros que llegaban en tren hasta la capital. Hay quién regatea y escatima, es inevitable, pero normalmente cesan en su empeño cuando les explicamos que los beneficios obtenidos con la venta de muebles y objetos del Hostal se destinarán a sufragar campañas de protección del patrimonio, entre ellas la de limpieza de las cada vez más numerosas pintadas vandálicas que afean nuestras calles y edificios, como las que ahora mismo cubren buena parte de la fachada sur del propio Hostal. La que está más cerca de la entrada a la Estación Intermodal, en suma, por la que cada día circulan miles y miles de pasajeros y que constituye la primera y desagradable toma de contacto con el centro de la ciudad para quienes llegan desde los pueblos de la Part Forana o los alrededores de Palma.

Abandono la cubierta del barco, no sin antes reparar en un rincón en el que se ubican los lifejackets o chalecos salvavidas, debidamente señalizados por si fuera necesario su uso. Medito sobre ello y me doy cuenta de que muchos de los lifejackets de los que he echado mano a lo largo de mi vida son mujeres, personas como Bel, Àngels o Maria Bel, mi pareja, que ya me anuncia a través de un mensaje que se encuentra en el muelle de la Transmediterránea, esperándome. Qué suerte y qué privilegio, tener a mano a éstas y otras mujeres en la vida de uno. Son también y de alguna manera como un mar grande y acogedor, un universo de emociones dispuesto siempre a sumar, a esta palabra tan bonita que en mallorquín llamamos agombolar y que más o menos podríamos traducir por amparar, esto es, proteger a alguien de un peligro o una amenaza, abrigarle con sumo cuidado. Todos estos pensamientos se me acumulan mientras recojo a mi pareja a la salida del muelle y ponemos rumbo a Girona, donde dentro de poco más de una hora nos reuniremos con nuestros hijos, la mejor y más importante razón de ser de nuestras existencias. Y todo siempre cerca del mar, esa masa silenciosa que está ahí siempre para recordarnos la belleza pero también las ausencias, el recuerdo de los que fueron y que permanecerá para siempre anclado en lo más profundo de nuestros corazones.

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