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Bernat Jofre

Orinar: mejor en casa del vecino

Imagine usted que tiene un trozo de tierra, al cual nunca le ha dado un uso determinado. Y no lo ha hecho porque hasta el momento ya le bastaban las complicaciones del día a día y sus ocupaciones laborales como para cuidarse del descampado. Piense también que su vecino o vecinos cogen la costumbre de tumbarse a la bartola - y otras cosas quizás más estimulantes - en su propiedad. Que usted obviamente lo sabe, pero mira, qué se le va a hacer, son así. Y, con la excusa de caminar un rato «no te molesta, ¿verdad?», van acompañados no ya de la familia. Sino de sus mascotas varias a la hora del inevitable «picnic» dominical: «oye, muchas gracias por dejarnos el almendral, qué majo eres». Con la cual cosa y con los años la parcela ha ido cogiendo el aspecto de un basurero y no de una explotación agrícola.

No tan sólo eso. Piense usted por un momento que sus queridos adyacentes han tomado la costumbre de hacer suyo el lugar sin como mínimo ayudar a sufragar el impuesto de bienes inmuebles. O el catastro. O las basuras. Que tampoco le han hecho una propuesta de alquiler durante todo este tiempo. Menos de compra. Es más: que después de solazarse repetidas veces en su propiedad, aún deba oír que «ya está bien, mira cómo tiene su casa llena de suciedad, es un nido de ratas».

Hasta que un día usted - siga barruntando, por favor - se harta de defecaciones perrunas cuando no humanas, bolsas de patatilla, restos de obra - siempre hay quien confunde un descampado con un vertedero - condones y compresas por todas partes...hasta colchones estratégicamente escondidos ha llegado a encontrar usted. Todo por la debilidad inicial de no rodar debidamente la herencia: «no te importa si paseamos por tus almendros, ¿verdad? Total, los tienes sin vallar...»

Es entonces cuando llama a un ingeniero. En poco tiempo ha hecho dos cosas: cerrar convenientemente su propiedad y proyectar una operación - la que sea - en dicha área. Legítimamente, pues hasta que no se demuestre lo contrario, es usted su poseedor. Ha pagado sus impuestos y en un estado de Derecho la Justicia debería ampararlo.

Pero no: salen asociaciones de vecinos quejándose de tamaña afrenta: «ha cerrado el campo de almendros, ¡no se puede consentir!». Y cuando se enteran de que usted ha entrado en el Ayuntamiento una memoria para la instalación de energía limpia en forma de placas solares, los mismos que le saludaban por la calle - «¿encanto, cómo estás?» - montan en cólera: «¿pero cómo te atreves?». No tan sólo eso, querido lector: visualice usted que el mismo político que le ha cobrado los impuestos durante tantos años le pide ahora que «hombre, no vas a montar un huerto solar, ¿verdad? Piensa que los vecinos necesitan un sitio para ir a pasear».

Lo más grave es que - siga pensando - lo diría quien debería haber planificado un espacio público para el solaz comunal. Pero no lo hizo. La hipocresía máxima, en definitiva: conciba en su mente - obviamente, estamos hablando de un supuesto - que por un puñado de votos determinados poderes públicos pudieran usar la demagogia sin pudor alguno. Todo, por el principio de que orinar en casa ajena es mucho más placentero que hacerlo en la propia.

Pero claro, es evidente que la hipótesis de este artículo no puede haber ocurrido nunca en un país desarrollado como el nuestro. Como que huelga comentar los ecologistas nacionales nunca estarían en contra de medidas contra el cambio climático tales como la implantación de energías renovables, recogidas en la ya lejana Cumbre de Río de Janeiro, celebrada el año 1992.

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