Diario de Mallorca

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Quizá porque tuve una madre que se sabía de memoria varios poemas, no pocos, de sor Juana Inés de La Cruz –y los recitaba con mucha gracia–, y un padre que leyó a Santa Teresa –en las Obras Completas editadas por la B.A.C.– hasta el final de sus días, nunca he creído que la literatura fuera un territorio de donde se hubiera expulsado lo femenino. Al revés: siempre pensé que la literatura era uno de esos territorios donde la mujer se movía con una libertad que le había sido negada en otros ámbitos públicos. Dados los tiempos quizá deba pedir perdón por eso, pero es lo que pensaba y es lo que sigo pensando.

Por esto me sorprende cuando veo que, muchas veces, con el descubrimiento de la obra de alguna escritora fallecida hace décadas o quizá siglos, quien lo hace acusa de su desconocimiento previo a una sociedad opresora que mantenía oculta a esa escritora. Como si la ignorancia propia no fuera hija de la falta de curiosidad sino responsabilidad de los demás. Tal vez sea cosa de mi generación –a mitad de camino entre los 60 y los 70– pero recuerdo pocas habitaciones de las que visité en mi juventud que no tuvieran el retrato de Virginia Woolf, aquel que está de perfil y más guapa que nunca, colgado en la pared. Y todos sabíamos quién era ella y casi todos habíamos leído un libro o tres de la misma (nunca podré olvidar Orlando, por ejemplo).

De ahí estirabas el hilo y aparecía Vita Sackville-West y más atrás Charlotte Brönte y George Eliot y Jane Austen (convertida, por cierto, en estos últimos años en una especie de it-girl). Los poetas –o aquellos que intentábamos serlo– leíamos mucho a María Zambrano y nuestras amigas –feministas o no– nos pasaban libros de Rosa Chacel y nos hablaban de María de Zayas. A Marguerite Yourcenar la leíamos en las traducciones de la Editorial Sudamericana –como a Safo de Lesbos en alguna otra edición argentina–, después de haber leído a Cavafis. Es verdad que Simone de Beauvoir ya nos parecía cosa de otra generación –como nos lo parecía Sartre– y Cristóbal Serra –que era propenso a una cierta misoginia– nos hablaba de las visiones de Catalina de Dulmen y de la grandiosa figura y obra de Hildegarda de Bingen. Y presentes estaban desde doña Emilia Pardo Bazán –que además siempre hizo con su vida lo que quiso– a Rosalía de Castro, pasando por Madame de La Fayette, Karen Blixen, Emily Dickinson o Colette (y ya paro, pero podría seguir tanto con escritoras como con pintoras). Todo mezclado y sin ser excluyente con la obra de los escritores y sin hacer más distingos que los de la calidad literaria. Sólo esos.

Y había luego otro mundo femenino, tan potente como misterioso –que nos llegaba, sobre todo, en ediciones anglosajonas– y que procedía de Rusia: Nina Berberova, Marina Tsvetaieva y Anna Ajmátova (nunca sabíamos si debíamos colocar el acento o no), o Nadiezhda Mandelstam y Véra Nabokov –mujeres del poeta Ossip Mandelstam y del novelista Vladimir Nabokov, tan distintas–. Todas ellas, de una inteligencia tan refinada como superior –muy superior a la de la mayoría de hombres, puestos a comparar– y con el horror del estalinismo detrás (o la dulzura del exilio, en comparación con las otras, en el caso de Véra Nabokov). De entre ellas mi favorita ha sido siempre la poeta Anna Ajmátova: fue objeto de uno de los mejores poemas que he escrito (gracias a ella, desde luego) y considero su poesía no sólo una de las grandes obras del siglo XX, sino que creo que su Réquiem es un libro que redime el dolor padecido en ese siglo terrible, dejándonos memoria del horror que lo causó para que no olvidemos a quienes lo sufrieron (que es lo que desea cualquier pensamiento totalitario: que sus víctimas caigan en el olvido), ni olvidemos tampoco –y aquí también son importantes las Memorias de Nadiezhda Mandelstam, Contra toda esperanza– que puede repetirse más fácilmente de lo que podamos pensar. Por eso hay que celebrar la muy reciente vida de Anna Ajmátova que acaba de publicar el escritor mallorquín Eduardo Jordá. Porque en ciento cincuenta páginas, Jordá nos habla desde la voz de Anna Ajmátova, contándonos su infancia y familia, sus amores, su dolor, sus placeres, sus miedos, su tragedia y su poesía y lo hace maravillosamente.

Detrás de todo eso, el monstruo del comunismo –primero Lenin, después Stalin– y sus mentiras y ejecuciones, sus delaciones y la implacable frialdad para la atrocidad hecha Estado y hecha Gobierno. En la voz de Jordá se encierra el eco del temor de vivir una época por la que asoman algunos de los venenos que creíamos enterrados para siempre entre los cascotes del Muro. En la voz de Anna Ajmátova –tan bien recreada por el autor– vemos como toda una sociedad –de gran riqueza intelectual, por cierto– se va deslizando hacia el abismo, para después habitar chapoteando en él como fantasmas. Desde ese abismo nos hablan Ajmátova/Jordá y en él sólo hay una luz: la verdad de la poesía, reflejo del saberse humanos frente a la crueldad de la Historia, tejida también por los hombres, aquéllos que siempre se ocultan tras un despacho, un teléfono, un escrito oficial y se creen nacidos para regir el destino de los demás.

En un país como el nuestro, falto de tradición biográfica –esa en la que los ingleses son maestros indiscutibles–, las biografías suelen pecar de un voluntarismo que mezcla oficio, improvisación, algo de artesanía y a veces, plagio descarado, o camuflado. Luego están las escasas rarezas, fruto del arte y el oficio de un buen escritor. Es el caso de la escrita por Eduardo Jordá, no por breve menos intensa y titulada Anna Ajmátova, bajo el muro rojo y ciego. En sus páginas incluso el amor –y Ajmátova fue una mujer de amores– es una forma de agarrarse a la vida para no sucumbir bajo el peso de su rostro más sórdido, pero al fondo, ocurra lo que ocurre –y nada bueno ocurre– está la luz que emitía el rostro de la poeta, la luz que emiten las palabras cuando son verdad y quien las pronuncia se sostiene por esa verdad. La misma luz que enamoró a Isaiah Berlin, cuando Ajmátova ya tenía cincuenta y seis años y él veinte menos, una noche en Leningrado: ‘y se fue el tiempo y el espacio se fue….’ Como en este libro, mientras lo leemos.

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