Católico practicante y republicano moderado, se jactaba de no haber leído una novela. Años perennes de horarios laborales interminables, sin más instrucción que la de esta cabecera y su antecesora, La Almudaina, en una ciudad gris, pobre, inculta y provinciana, me legó una sentencia con la que he lidiado desde entonces. «Fue una República sin republicanos».

La República no existió en la memoria colectiva en la que me inicié, y compartí, siendo niño. Sí la guerra pero esta como una mera mención temporal. Un hito en el tiempo. Antes de la guerra, después de la guerra, ¿qué guerra? Era una alusión de los mayores, vedada la reflexión que sólo llegó avanzados los años 70, así en La guerra de papá (Antonio Mercero, 1977), como en otras.

Era como si le hubieran extraído todo el dolor para dejar el concepto en un sencillo mojón de sus biografías. Mayor vacío recibió la República. Ni en Mallorca, ni en la Valencia y Teruel de aquellos años, escuché a los mayores hablar de la guerra o de la República llenando de recuerdos el contenido de alguna conversación. Tampoco en el colegio. Los Hermanos de las Escuelas Cristianas -La Salle- sufrieron represión torturas y asesinatos. Jamás, jamás, a ninguno le escuché ni una sola palabra, ni un solo recuerdo, ni un gramo de odio. Y ellos me enseñaron la transición, casi sin querer, sin que nos diéramos cuenta. No nos metieron mano, no nos pegaron y no recuerdo especial virulencia acerca del pecado, el demonio o el infierno. Es sorprendente como podemos vivir dentro de un momento de cambio sin percibir la profundidad de aquello que está sucediendo.

Esa actitud de los mayores nos facilitó crecer sin rencor y sin celebraciones patrias de la paz de los vencedores; y la posibilidad de reconstruir el pasado sin partir de aquello que te han marcado a fuego, sino de tus propias pesquisas. Como no nos alineamos ni con los vencedores ni con los vencidos, perdimos todos, pudimos empezar a preguntar estirando lenguas y memorias, sin prejuicios, y fuimos pintando cada uno el cuadro de nuestra propia guerra y nuestra propia República. Llenas ambas de grises y de matices.

El abuelo Bartomeu, causante de la máxima legada, pertenecía al cuerpo de Telégrafos, los protagonistas de la comunicación. Al volver a casa, noche cerrada, empezó a encontrarse con cuerpos paseados que quedaban en las cunetas. Pensó en hacerse falangista para proteger ese retorno diario obligado. Y así lo hizo. No pudo evitar más de veinte años con el sueldo, de miseria, congelado. El cuerpo de Telégrafos fue considerado rojo por los nuevos mandatarios que salvaron a la patria pero depositaron en el congelador algunos trozos sustanciales de ella. Salvó la piel pero hizo un mal negocio.

Muy diferente, también a modo de ejemplo, fue el caso de su conocido y vecino G.S.M. -con calle en Palma hasta fechas recientes, actualmente Carrer Molí d’en Perot-. Sin oficio ni beneficio, y limitadas cualidades, salvo el entusiasmo, supongo, se fue a Rusia, con la División Azul, a combatir al comunismo vestido de nazi. Les pegaron soberana paliza y allí dejó enterrado a su hermano Bartolomé, sargento de infantería, que le había acompañado. Aparte de este entretenimiento bélico se le conocían pocos mimbres, ninguno intelectual. Pues bien, al volver de aquella gélida expedición hizo de ella, hermano enterrado incluido, su modus vivendi para el resto de sus días, a modo de buen negocio, con guerra y franquismo de por medio.

Los vencedores ocuparon el país y el estado. Y el negocio. Del más chico -un estanco para la viuda del héroe, una subjefatura del movimiento, una concesión municipal de aguas, bedel en la Audiencia Territorial- a los grandes negocios y al negocio de por vida que se edificó sobre la ocupación. Y sobre el olvido que fue cuestión perfectamente diseñada y trabajada.

Es la omisión, siempre insultante para las víctimas, la razón de la memoria, parte de la cual se ha denominado Memoria Histórica. Tiene que ver con el recuerdo colectivo, aquel relativo a acontecimientos no vividos directamente sino transmitidos por otros medios (Maurice Halbwachs). También la UNESCO tiene su propio programa de Memoria Histórica denominada Memoria del Mundo.

Tras los mimbres con los que poder construir mi cesto de mi memoria escuché, en la Fundación Joan March, Madrid, años 1980, una conferencia del historiador Juan Marichal, exiliado al que se podría otorgar la misma definición que él dio de Manuel Azaña, «burgués, liberal e intelectual» –y maestro en Harvard durante décadas-. «La guerra española de 1936-1939 no fue un acontecimiento histórico español aislante, como se empeñan en ver gran parte de nuestra historiografía, a la vez masoquista y provinciana, un hecho histórico peculiar de nuestro país, sino una trágica sincronía de España con la historia universal». Y en otro momento añade, «la violencia casi geológica de la historia universal irrumpió ese verano en España».

La barbarie, culta o analfabeta, de cualquier vecino despertada y empujada por brutales fuerzas tectónicas. Así fuimos de insignificantes y miserables. Y así se fue quedando sola y abandonada la República, sin republicanos. Todos ansiaban la dictadura de los suyos, y la destrucción de los demás, de los oponentes, salvo una exigua minoría (Chaves Nogales) que acabó en el exilio, lejos de España, o en el «exilio interior» (Miguel Salabert, 1958).

Esta es mi guerra y mi República. Me cuesta identificarme con cualquier otra reconstrucción, relectura o construcción de Memoria. Me creo la mía. He conocido la vergüenza, la fatuidad y la ignorancia de vencedores. Y el miedo y el oprobio de derrotados condenados a una vida de estigma y miseria. Es el caso de Ángel Miguel Salas, contrapunto de Sureda Meléndez. La fuerza intangible y desmedida de todo aquello que se proyectó sobre España y los españoles me relativiza el abuso del gatillo. Será mi dedicación como abogado defensor. Tengo pendiente profundizar en la historia del negocio. No el negocio de la guerra, el negocio del franquismo que existió y que fue el resultado de la ocupación. Y que blanqueamos en la Transición, parte del precio de nuestra libertad.