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Antoni Aguiló Bonet

Humanidad sin humanidades

La última encuesta de inserción laboral de titulados universitarios realizada por el Instituto Nacional de Estadística arroja un dato revelador: en 2019, el desempleo entre universitarios de artes y humanidades se situaba en el 13,4%, el porcentaje más elevado de todas las ramas de conocimiento. En concreto, las peores tasas de empleo se registraron en los estudios de filosofía (63,8%), conservación y restauración (63,8%) e historia del arte (65,0%), mientras que las mejores tasas de ocupación se alcanzaron en el ámbito de las ingenierías electrónicas, informáticas y de comunicaciones.

Las explicaciones simplistas no tardaron en llegar: sobran filósofos, filólogos e historiadores en general. Pero lo cierto es que ninguna de ellas introduce como factor explicativo los intereses y las dinámicas de poder propias de nuestras sociedades capitalistas, donde todo lo que no se percibe como útil ni resulta económicamente rentable es desechado o desprestigiado. Así, el mercado laboral toma en serio a los ingenieros y otros profesionales que, fieles a las demandas de la producción capitalista, garantizan resultados tangibles que pueden aplicarse casi de inmediato. En un mundo gobernado por la utilidad y el dinero, en el que la pregunta fundamental sobre cualquier conocimiento es «¿para qué sirve?», las humanidades se ven en la obligación permanente de justificar su existencia. En este contexto hostil, la estrategia de desprestigio pasa por convertirlas en una esfera elitista y prescindible del saber, en una especie de lujo cultural.

Lo hemos visto a lo largo de los últimos años en Brasil, donde el gobierno neoliberal de Bolsonaro pretende estrangular financieramente las humanidades y transformar las universidades públicas en una especie de empresas. No obstante, lo que sucede en Brasil no es un hecho aislado, tan solo es la ejecución más reciente y notoria de un ataque contra las humanidades que viene dándose a mayor escala. Una amenaza existencial de largo recorrido en forma de descalificación y subfinanciación que en el peor de los casos podría acabar trágicamente en lo que Boaventura de Sousa llama «epistemicidio»: la destrucción sistemática de conocimientos.

Combatir la amenaza de un sistema diseñado para provocar la muerte lenta de las humanidades o someterlas a las exigencias del mercado exige conciencia crítica. Es a Paulo Freire, del que este año se conmemora el centenario de su nacimiento, a quien debemos este concepto. Para Freire, educar no es memorizar ni transmitir contenidos mecánicamente. Educar es, ante todo, concienciar, crear las condiciones intelectuales a fin de transformar la opresión, la exclusión, la discriminación y el prejuicio. Desde esta óptica, Freire entiende la educación como una «práctica de libertad». Para conquistar la libertad no basta con aprender a contar, a leer y a escribir; es preciso dialogar, reflexionar y proponer miradas alternativas capaces de cuestionar las ortodoxias oficiales, como el tan repetido mantra de la libertad pregonada por Díaz Ayuso. ¿De qué sirve proclamar retóricamente la libertad si muchas personas ni siquiera disponen del acceso a los recursos materiales y educativos para ejercerla?

La conciencia crítica no entiende de calificaciones numéricas ni de títulos académicos. El predominio de un modelo educativo regido por métricas y estadísticas es un error pedagógico que se ha normalizado. La universidad, por ejemplo, es cada vez menos un lugar de asombro intelectual y pensamiento crítico y cada vez más un lugar donde especializarse y adquirir aptitudes para insertarse en el mercado laboral. Bautizado en las frías aguas de la eficiencia, el alumnado asume y reproduce los valores dominantes. Apenas hay tiempo para reflexionar, para cuestionar y para ampliar la conciencia de lo que somos y de lo que podemos llegar a ser, cuando precisamente si algo abunda en esta sociedad es utilitarismo, rentabilismo y economicismo.

Los aspectos más importantes de la vida no se pueden medir ni cuantificar. Necesitamos apostar por una enseñanza basada en criterios educativos y no en criterios productivos, estadísticos o de mercado. Las humanidades pueden ser un excelente método para fortalecer criterios fragilizados, como la empatía, la creatividad, la capacidad de asombro y de indignación, el respeto, la argumentación convincente y la habilidad para cuestionar creencias heredadas. Los estudiantes más brillantes que he conocido no son aquellos capaces de dar respuestas previsibles, recitar nombres o recordar fechas, sino aquellos que demuestran espíritu crítico e imaginación para formular preguntas atrevidas e incómodas, sobre todo para quienes se benefician del statu quo. Tiene razón Montaigne cuando afirma que «más vale una cabeza bien hecha que una cabeza bien llena».

No asigno un valor intrínsecamente civilizador a las humanidades. Los nazis admiraban las óperas de Wagner y gustaban de ver representadas las obras de Goethe. Leer la Ética de Aristóteles no vuelve a uno necesariamente mejor persona, del mismo modo que leer la República de Platón tampoco hace que uno sea forzosamente mejor ciudadano. Sin embargo, como su propio nombre indica, las humanidades nos recuerdan la importancia de cuidar de lo que somos y nos envuelve, de cultivar la tierra fértil en la que estamos enraizados, pues la palabra «humanidades» está relacionada etimológicamente con humus (tierra) y con homo (ser humano). Como dice Martha Nussbaum, si las humanidades sirven para algo, es para hacer «un mundo en el que vale la pena vivir».

En este sentido, estoy plenamente convencido de que, adecuadamente administradas, las humanidades pueden ser un antídoto eficaz contra la violencia, la arrogancia, la indiferencia, la apatía, el odio, la ignorancia, el conformismo, la sumisión y la deshumanización, entre otras manifestaciones de embrutecimiento humano. Insisto en lo de adecuadamente administradas porque, como bien recuerda Saramago, «un imbécil es un imbécil, incluso cuando escribe libros».

Extrapolando las palabras de Eugène Ionesco sobre el arte, podría decirse que una sociedad que no aprecia el potencial emancipador de las humanidades es una sociedad de «esclavos o de robots, un país de gente desdichada, de gente que no ríe ni sonríe, un país sin espíritu; donde no hay humorismo, donde no hay risa, hay cólera y odio». El mismo odio y desprecio por la educación para la libertad que llevó a Bolsonaro a insultar públicamente a Paulo Freire llamándolo «energúmeno».

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