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Ánxel Vence

Crónicas galantes | Pelo para dar y tomar

La noticia más comentada de la semana en muchos lugares de internet fue el corte de pelo de un político español, ahora en excedencia. Los gobernantes están aún más acostumbrados a tomarnos el pelo -esto es: a burlarse del contribuyente- que a ir ellos mismos al peluquero. De ahí, tal vez, el interés que ha despertado esta novedad.

No es Pablo Iglesias el único que ha dado más que hablar por su cabellera que por sus obras. Otros políticos de mayor influencia, como el primer ministro británico Boris Johnson, llaman también la atención por su apariencia capilar, aparentemente desordenada. El propio Johnson lo ha explicado con humor: «Mi peinado es fruto del azar y de las fuerzas imparables de la naturaleza».

Ninguna razón hay para extrañarse, si se tiene en cuenta que la política es una variante como otra cualquiera del teatro. O del cine. Yul Brynner, al que solo recordarán los más añosos, alcanzó justa fama como actor, pero sobre todo por la reluciente calva que habría de identificarlo durante toda su carrera. Recientemente se ha sabido que, en realidad, Brynner no era calvo y solo se rasuraba por exigencias del guion. Con tales fingimientos podría haber tenido un brillante desempeño en la política.

Lo habitual hasta ahora era que los políticos menos sembrados de pelo tratasen de disimular esa carencia. Famoso fue el caso de Iñaki Anasagasti, que aprovechaba los restos de su escasa pelambrera para hacerse peinados casi imposibles. De otros, como el socialdemócrata Bono o cierto famoso asesor del actual presidente Sánchez, se dijo -con razón o sin ella- que habían recurrido al más expeditivo trámite de implantarse mechones allí donde su cabello había empezado a ralear.

Como en el caso de los actores, estos arreglos son disculpables y hasta necesarios para el ejercicio de la profesión.

El pelo y sus cuidados interesan particularmente a las señoras, que constituyen una parte mayoritaria del cuerpo electoral en cualquier país. Eso explica, sin duda, la atención que los candidatos a hacer carrera en la cosa pública prestan a su propio aspecto, en general; y al de su peinado, en especial.

Es el negocio del espectáculo. El revolucionario Iglesias se presentó a sus primeras elecciones con una papeleta en la que figuraba su imagen desmelenada sin más acompañamiento que el nombre del partido. Sobra decir que obtuvo un notable éxito de público, que luego iría menguando en sucesivas consultas electorales hasta que ha optado por cortarse la coleta en el sentido más taurino de la expresión.

Como en este negocio no hay distinción de ideologías, la liberal Isabel Ayuso ha barrido en las últimas elecciones a la Asamblea de Madrid con un folleto propagandístico en el que, igual que en el caso anterior, se veía tan solo su foto y el lema «Libertad». Nada de programas ni rollos por el estilo, que obligan a la gente a caer en el enfadoso vicio de la lectura.

El éxito de dos candidatos tan disímiles en apariencia deja claro, por si hiciera falta, que lo importante en la política no son las ideas o las promesas que se lleva el viento, sino el pelo y la pinta con la que uno se presente ante su clientela. Tiempo habrá después para tomarles el pelo a quienes votaron por impulsos fotográficos. Y qué más dará, después de todo.

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