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Antonio Papell

Vuelco en Madrid

Las elecciones de Madrid han sido una válvula de escape de todas las tensiones reprimidas por la ciudadanía durante más de un año de pandemia en que lo público, generalmente con escasa visibilidad en tiempos normales, ha adquirido una presencia exorbitante por la necesidad de combatir el virus, y en que la consiguiente recesión económica ha obligado a aplicar cuantiosos recursos públicos. De hecho, si se piensa bien, no ha habido en los prolegómenos electorales un verdadero debate entre ideas sino entre inclinaciones y tendencias: mientras el Gobierno cumplía con su obligación afirmando las medidas necesarias de seguridad y solemnizándolas mediante la declaración del estado de alarma, que ha permitido confinamientos y toques de queda, la Comunidad de Madrid ha construido un relato de emancipación y rebeldía que, sin llegar a la desobediencia civil, ha defendido el mantenimiento de la actividad económica para que la sociedad civil siguiera siendo autosuficiente (ha criticado incluso las colas de desheredados recogiendo alimentos) y no se sometiera al miedo y/o a la prudencia. Hablar de negacionismo sería quizá excesivo pero no del todo inexacto.

El de la CAM ha sido un discurso ambiguo y hasta cierto punto desconcertante porque ha criticado al Gobierno de Sánchez por inacción y por exceso de intervencionismo, por actuar por su cuenta y por exigir a las comunidades autónomas que gestionasen las competencias transferidas… El resultado de semejante debate contradictorio, en el que el PSOE no ha dado pie con bola, ha sido el énfasis en el concepto «libertad»: primero, la derecha utilizó los binomios «socialismo o libertad» y «comunismo o libertad»; más tarde, enarboló la «libertad» a secas, con un seguimiento acrítico que nadie se ha parado a analizar. ¿Libertad para qué y frente a quién?

Semejante ‘rebeldía’ ha dado lugar a un incipiente nacionalismo madrileño, castizo, que ha sido cultivado por Ayuso, hasta convertirlo en un modo de vida, en una peculiaridad, en unas señas diferenciales de identidad, y que se nutre de noctambulismo, ocio gregario y afición a la cerveza. Este es el plató en que la derecha ha escenificado sus reivindicaciones, en las que ha sido seguida no solo por las clases medias sino por sectores proletarios en situación de franca necesidad. El objetivo de «bajar impuestos» en una comunidad que está siendo acusada por las demás de realizar dumping fiscal y que mantiene la peor financiación de la Sanidad de las 17 autonomías ha sido jaleado por el pueblo llano con una frivolidad inquietante. La semejanza entre el ímpetu de Ayuso y los discursos de Trump y Bolsonaro no es una ficción.

Sería injusto sin embargo culpar al electorado, dueño y señor de su destino, de lo esperpéntico de la situación. La velocidad a la que discurre nuestra política es tal que Iglesias, en un periplo de siete años, ha realizado un viaje increíble que ha pasado por el Parlamento Europeo, el Congreso de los Diputados, la Vicepresidencia del Gobierno y la cámara madrileña. Y Ciudadanos fue, de la mano de Albert Rivera, del paraíso a los infiernos, en un viaje sin retorno que sus epígonos no han sabido abortar. Difícilmente resucitará Ciudadanos y mucho tendrá que trabajar Unidas Podemos para salir adelante sin Iglesias, cuando ya se han derrumbado prácticamente todos sus bastiones territoriales.

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