Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Los besos que (no) damos

Imágenes de decenas de besos de todo tipo han inundado esta semana las redes sociales. Besos de pareja, de amistad, de padres a hijos, besos a abuelos, a sobrinos, a hermanos y hermanas... Besos de AMOR, con mayúscula. El Día Internacional del Beso ha dejado patente que hay ganas —muchas— de poder hacerlo de nuevo sin cortapisas de tela, ni distancias sociales ni restricciones espaciales. Tenemos sequía de abrazos largos, de los que duran más de diez segundos que son, según dicen, los que tienen capacidades curativas para el cuerpo y el alma. Diez segundos de abrazo lento. Para poder sentir al otro, para poder olerlo en profundidad, respirarlo y llevarlo hasta lo más adentro de uno mismo. Para poder dar y recibir fuerza en unos momentos en los que se nos ha desprovisto —como Sansón con su cabello— de la fuerza que nos da ese importante gesto de afecto entre humanos. Y poder descansar.

Me ha encantado ver imágenes de besos y leer los recuerdos que de ellos mantienen sus protagonistas. Un viaje, un nacimiento, una añoranza de quien no está, una sorpresa, una salida del hospital, una fiesta, un reencuentro, una cena, un compartir... Recuerdo muchos besos en mi vida, algunos, les confesaré, no sé porqué permanecen tan impregnados en mi memoria. Mi yo adulta elegiría otros desde un criterio más racional, quizás: cuando besé a mi pareja por primera vez, los miles de besos de mis padres, los otros tantos de amigos y amigas...

Pero hay razones del corazón que el cerebro no entiende, se suele decir. Así que lo que recuerdo, en un abrir y cerrar de ojos, es la piel suave recién afeitada de mi abuelo Faustino, siempre limpia y pulcra, con olor a colonia y el beso a mi bisabuela Cristobalina, cuya silueta siempre vislumbraba desde mi altura infantil junto a la ventana, sentada y viejita como era. Me pinchaba, por eso me viene a la mente fácilmente, creo. Y recuerdo también el primer beso que di a mi hermano cuando nació, pese a no tener yo más de tres años y medio. Igual no fue el primero pero sé que existió y que luego nos hicieron una foto que todavía conservamos, él en mi regazo sobre un sofá de pelo marrón muy setentero.

En ocasiones, cuando me pregunto por qué hay recuerdos que surgen como un géiser solo con invocarlos, tengo la impresión de que en ciertos momentos de nuestra vida algo invisible nos habla al oído y nos dice: «Estate alerta, esto es importante, grábatelo». Y a mí me pasa, luego lo recuerdo para siempre.

Hay muchos más besos que he dado, por cortesía, por trabajo y hasta por obligación, eso es así. Ahora ya no, pero ¿a quién no le han obligado a dar besos cuando eras pequeño a gente a la que ni te acercarías? Porque es familia, por «modales», porque «toca» porque si no eres una «insolente, maleducada y respondona». Confieso que tuve que besar a disgusto a personas que olían mal, que me apretaban demasiado, que me babeaban la mejilla. Por eso soy una firme defensora del «no es no» también en los niños, porque obligarles a mostrar afecto a gente a la que no quieren les inculca un mensaje peligroso: tu voluntad está por debajo del convencionalismo y el deseo de otra persona. Quizás por eso, porque considero que el beso es algo muy privado, que surge de corazón, he de confesar que igual que desangro por dentro por no poder besar, abrazar y oler a seres muy queridos, dejar de hacerlo ahora en ciertos foros a causa de la pandemia me ha sentado, ciertamente, de maravilla.

Compartir el artículo

stats