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Juan José Millas

Tierra de nadie | ¿Qué te pasa?

Los bares siempre fueron incómodos porque escaparon al control férreo en tiempos de estricta moralidad

Vi la casa de mi infancia y ahora era de oro. Yo estaba dentro de la cocina y el fogón era de oro y las ascuas de carbón eran de oro, y el gancho de atizar la lumbre era de oro. Y hasta el fuego era de oro, de oro líquido o gaseoso, no lo sé, pero de oro. Mis padres, que entraban y salían discutiendo acerca de esto o de lo otro, eran de oro, lo mismo que mis hermanos. Me miré los pies, pues iba descalzo y eran de oro. Caminando sobre las baldosas de oro me acerqué al cuarto de baño para darme una ducha y el agua resultó ser también de oro, lo mismo que el jabón y su espuma. Ese día comimos patatas fritas de oro con huevos fritos de oro y tanto las patatas como los huevos tenían un sabor exquisito. El vino que solía tomar mi padre en las comidas era de oro y vibraba dentro de la botella como el mercurio dentro del termómetro.

Por la tarde me puse a hacer los deberes sobre unos cuadernos de oro. Cada página parecía una tablilla antigua. La caligrafía era también de oro, pero se distinguía perfectamente de la superficie sobre la que estaba escrita. Por la noche, cuando encendimos las luces, salían de las bombillas transparentes de oro rayos de oro como los del Sol cuando se pone en el horizonte. Hubo un apagón como de media hora, por lo que tuvimos que encender unas velas de oro cuyas llamas se reflejaban en las paredes amarillas que brillaban como lingotes recién acuñados. Los espejos, de oro, reflejaban sin dificultad alguna nuestros cuerpos de oro y daba gusto abrir y cerrar los ojos de oro frente a ellos.

Me metí en mi cama de oro y me abrigué con mis sábanas y mis mantas de oro después de que mi cuerpo se hundiera suavemente en el blando colchón de oro. Me dormí enseguida y soñé que vivíamos en una casa vieja, llena de goteras y de desconchones tras los que se apreciaban unos ladrillos rojos de mala calidad. El agua de la ducha, que era agua normal, salía un poco sucia y estaba fría y yo, que era de carne, tiritaba debajo de su chorro. Empecé a gritar y vino mi madre a consolarme y al percibir su tacto abrí los ojos y ella y yo éramos otra vez de oro, por fortuna.

- ¿Qué te pasa? -preguntó.

-Una pesadilla -le dije.

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