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PUNTO Y APARTE

La oda de los ausentes

Un conocido escritor amigo mío me explicaba una vez que en su familia siempre había habido ‘sequía de hombres’. Así lo denominaba. Sequía de hombres. Según él, poco antes de la guerra, en una coincidencia premonitoria, algunos de los varones del clan habían fallecido fruto de enfermedades triviales o accidentes irrisorios pero fue el horror sin adjetivos de los tres años el que acabó de rematar el ecosistema familiar, llevándose consigo padres, maridos, hijos, hermanos, sobrinos o primos... Algunos murieron en la propia contienda, otros frente al muro de un cementerio y otros permanecen desaparecidos todavía -como miles- bajo la tierra, quién sabe si formando parte de los pilares de algún edificio colmenero en las afueras de cualquier ciudad dormitorio. Quién sabe. Crecemos sobre horrores que no nos hemos dignado a desenterrar.

La cuestión es que, en un abrir y cerrar de ojos, en la familia de este escritor ilustre no quedaban hombres. Ninguno. En ninguna de ellas. Solo mujeres viudas, con hijas huérfanas y, además, perdedoras. Y nadie se quería relacionar con ellas más allá de otras viudas, huérfanas y perdedoras. Sororidad de supervivencia. Todo esto, además de las amenazas, insultos y robos que sufrían de lo poco que tenían. No es motivo de este artículo ahora pero que no se me quede en el tintero recordar a diestro y siniestro que todavía queda pendiente en este país que alguien escriba la ‘Gran Enciclopedia de la Extrema Violencia contra las Mujeres en la Postguerra’ con violaciones, palizas, abusos de todo tipo, maltrato, estafas, robos... Tantos estudios elaborados para tantas y tantas cuestiones de la guerra relacionados con los homenots de derechas y de izquierdas y tan pocos sobre las mujeres, cualquier mujer, como si no la hubieran sufrido, como si no hubieran muerto, como si no hubieran sido despojadas de todo completamente igual. Como si no fueran nada.

La cuestión es que esta situación de ‘sequía de hombres’ tuvo consecuencias indirectas sobre las generaciones siguientes, entre las que se encontraba mi amigo. La principal, y que sufrió en su propia piel, fue la imposición inconsciente de un cierto estado de lo que él denominaba ‘oda al ausente’, algo que -me narraba angustiado- obligaba a todos los varones descendientes del linaje a no defraudar jamás y a cumplir siempre las altas expectativas del clan como seres venerados, adorados, casi como si de seres elegidos se tratara. La llegada de un niño varón a la familia permitía soltar el aire contenido y se festejaba mucho ya que colmaba de satisfacción a todos sus integrantes. Y, sobre todo, daba paz. Era muy importante, casi vital, que hubiera hombres, muchos. A raudales. Pero también que fueran perfectos. Que se parecieran al bisabuelo rubio, al otro guapo, al de más allá que, pobret, ya no volvió del frente...

Mi amigo me lo desgranaba angustiado, ya que sentía que levantarse cada día era como enfrentarse a un gran ejército de fantasmas a los que no veía pero que estaban ahí, recordándole entre susurros que una parte de su identidad no era suya, sino que la tenían ellos, secuestrada y eternamente pendiente del pago de un rescate no cuantificado. ¿A cuántos ejércitos de espectros nos enfrentamos cada día sin saberlo? ¿Cuántas lealtades inconscientes generamos al nacer por el mero hecho de hacerlo? Pero, por encima de todo, ¿estamos dispuestos a romper el dique, el acorde, la nota, el sonido que nos ata a la oda de los ausentes?

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