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Marlaska: dimisión o cese

La sentencia dictada por un Juzgado Central de lo Contencioso administrativo en la que se declara la ilegalidad de la destitución de Pérez de los Cobos como jefe de la Comandancia de la Guardia Civil de Madrid, pone de manifiesto los límites a los que deben sujetarse los órganos del Poder Ejecutivo en los ceses de otras autoridades y funcionarios cuando tales decisiones se basan en criterios de discrecionalidad. La sentencia es clara y condena una conducta que no resulta compatible con el ordenamiento jurídico y que Marlaska, el ministro del interior, debería conocer por su profesión y experiencia.

La destitución se debió, simple y llanamente, a que el coronel se negó a incumplir la ley y las órdenes judiciales recibidas, que le impedían informar de determinadas investigaciones llevadas a cabo por la Guardia Civil. Revelarlas hubiera supuesto desobedecer las instrucciones de la autoridad judicial, a la que queda sometida la policía en el curso de una instrucción e infringir la ley, que impone el deber de reserva hacia el exterior en estos casos.

Esa obediencia a la ley fue interpretada por el ministro como una suerte de desacato que, como tal, implicaba la pérdida de confianza en quien, cumplidor con la legalidad, la impuso por encima de los designios de quienes no dudaron en cesarlo por negarse a no acatar órdenes ilícitas.

La discrecionalidad, la confianza de los políticos en quienes les nombran, que hacen equivalente a la obediencia incluso contra la ley, dice la sentencia, es siempre facultad que debe ejercerse en el marco que el ordenamiento jurídico permite. Actuar como se ha hecho es pura y simple arbitrariedad, impropia de un Estado de derecho.

Marlaska lo sabía y actuó de forma consciente contra lo que le estaba vedado o, al menos, esa es la apariencia que la resolución judicial destaca. Su dimisión es obligada, salvo que lo que se quiera destacar es la ejemplaridad frente a todos los que en este país viven de la obediencia ciega y no dudan, porque se les impone, en cometer cualquier tipo de acto si quieren mantener su puesto. Mostrarse obsecuente parece, en el ámbito de la política, requisito superior a la valía y el mérito.

Pero, siendo grave esta conducta, mucho más, por su trascendencia y generalidad, lo es la actitud del ministro frente al derecho fundamental a la inviolabilidad del domicilio y su comprensión o autorización -no se sabe-, a permitir que la policía penetre en un domicilio sin orden judicial para la mera y simple investigación de una infracción administrativa: la celebración de una fiesta en un lugar privado contra las normas que regulan aspectos concretos derivados de la pandemia.

El concepto de domicilio, sin entrar en cuestiones técnicas complejas, abarca todo aquel espacio en el cual se desarrolla una actividad propia de la intimidad, la vida familiar o la privacidad, de modo que una vivienda, aunque se posea en régimen de alquiler, vacacional o no, es un espacio por naturaleza perteneciente y protegido por este derecho fundamental. Afirmar que deja de serlo porque en ella se desarrolle una fiesta administrativamente prohibida es un exceso de tal envergadura que parece imposible que pueda cometerlo quien ha sido un buen magistrado conocedor del derecho. Que una vivienda deje de serlo porque en ella se celebre un acto festivo, aunque sea ilícito, carece de fundamento alguno y abre la puerta a actuaciones del Estado puramente autoritarias. Ni siquiera cuando allá por 1992 se discutía la llamada «ley de la patada en puerta» se llegó tan lejos. Esta interpretación del ministro, sin recorrido alguno ante los tribunales, es exponente de una deriva que por sí misma obliga a prescindir de su presencia en un Ministerio tan sensible para la garantía de los derechos humanos.

Dice Marlaska que el hecho de que se celebre una fiesta sirve para presumir que la vivienda arrendada lo ha sido con ese único objeto, razón por la cual deja de ser domicilio protegido constitucionalmente. Una presunción tan huérfana de argumentos, como osada. En primer lugar, porque requeriría que se acreditara el objeto del arrendamiento, lo que no ha hecho la policía siguiendo instrucciones muy concretas y aplicando una presunción de dudosa constitucionalidad; en segundo lugar, porque aun siendo así, una vivienda no deja de serlo aunque se celebre una fiesta, primando en ella la intimidad de quienes la ocupan; y, en tercer lugar, porque una fiesta prohibida no es delito, siendo de este modo que las entradas domiciliarias, incluso con orden judicial, requieren que el hecho habilitante sea un delito, no una infracción administrativa.

Escuchar al ministro defender posiciones tan radicalmente contrarias a la Constitución y a la jurisprudencia, propias de sistemas autoritarios y que éste no sea cesado de forma fulminante, nos debe poner sobre aviso de los riesgos que estamos dispuestos a correr ante una pandemia que ha sido utilizada para cercenar valores democráticos. Nadie duda de que los derechos a la vida y a la salud son esenciales, pero utilizar este argumento para cercenar otros derechos de forma arbitraria debe ser valorado con mesura. La ponderación entre derechos no sirve para anular algunos de forma desproporcionada. Utilizar el miedo para legitimar la renuncia al ámbito de libertad es peligroso. Desdeñar la libertad con apelaciones a la salud sin justificar la eficacia de muchas de las medidas acordadas, es argumento con escasas bases jurídicas. Pero, estando en campaña electoral permanente, en este país no parece importante este debate. De serlo, la petición de dimisión del ministro sería unánime. Por salud democrática, que también hay que preservarla.

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