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Miguel Vicents

Dos pasos por detrás de la reina

Caminar dos pasos por detrás de una mujer no parece un mal plan de vida para un hombre enamorado. Felipe de Edimburgo, en cambio, tuvo que aprender a hacerlo como acto de servicio a la corona británica, entendiendo poco a poco las palabras y el mandato que le transmitió el rey Jorge VI antes de morir en 1952. Lo único importante es ella. Ni tus ambiciones ni proyectos cuentan nada si no están enfocados hacia ella. Retratado con frecuencia como un hombre mujeriego, machista, autoritario, de ideas políticas conservadoras, sonados golpes de mal genio, brillantes ocurrencias y muy dado a meter la pata en público, su irrupción como consorte de la reina de Inglaterra en plena posguerra supuso también en la Gran Bretaña de la época un cambio simbólico significativo, al ofrecer en la jefatura del Estado la imagen de un hombre supeditado a una mujer. Y no al revés. Y hacerlo en una sociedad que ahora calificaríamos como patriarcal, lo que, antes del Gobierno de Margaret Thatcher, le valió infinidad de burlas públicas por ese papel secundario, a menudo invisible, tan alejado de la posición de dominio tradicionalmente atribuida a la figura masculina y a la del cabeza de familia. Una posición que el protocolo real se encargó también de subrayar repetidamente hasta la exageración en las imágenes públicas, cuando ya había renunciado a su apellido, credo religioso, títulos extranjeros y a su carrera en la Armada. Y también para realzar a Isabel II, coronada 115 años después de la muerte de la reina Victoria. Entre las casas reales europeas se le considera un modelo de consorte real, como también se consideró en su momento a la reina Sofía, cuyo padre, Pablo de Grecia, era primo del padre del duque de Edimburgo.

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