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Mercè  Marrero

La suerte de besar | Saber fracasar

Fracasar no es tan dramático. Si nos lo enseñasen

de pequeños, sería muy útil. La lástima es que

lo aprendemos a base de bofetones

Saber fracasar | ILUSTRACIÓN: INGIMAGE

Ir al colegio, ser buena estudiante, tener una vocación clara, ir a la universidad y sacarse el título cuando toca. Tener unas cuantas parejas, pero sin pasarse, conocer a esa persona, enamorarse hasta las trancas y que la locura sea recíproca. Casarse y celebrarlo a lo grande. Triunfar en el trabajo, tener un hijo, triunfar un poco más, tener el segundo, vivir un ascenso fulgurante y a por el tercero. Mantener un tipazo, a pesar de la edad madura, y que las arrugas te sienten bien. Conducir un familiar, comer los domingos con la familia política, pasar los veranos en la costa, enviar a los niños a un campamento en donde practiquen inglés, se inicien en el alemán, ordeñen vacas y aprendan robótica. Ser una familia ideal y divina. Jubilarse, hacer viajes por Europa, ser una abuela yeyé con muchos nietos y no divorciarse jamás. Ser de esas parejas que se dicen, mirándose a los ojos y entrelazando los dedos de la mano, que están igual de enamorados que el primer día.

A muchos nos han vendido la película de que el éxito vital es, grosso modo, ése. Trabajamos a destajo y pensamos que nuestras jornadas maratonianas y las eternas reuniones por Zoom son nuestra manera de realizarnos. Si no ascendemos profesionalmente cuestionamos nuestras capacidades y nuestra satisfacción y percepción de valía como progenitores radica, un poco, en los resultados académicos de nuestros hijos. Vivimos el desenamoramiento como un fracaso personal y nos cuesta aceptar que es probable que no le interesemos a muchas personas. Hace años, creí haber encontrado al amor de mi vida. Tras dos citas, no me volvió a llamar. Mientras yo bebía una botella de vino para olvidar lo que pudo ser y no fue, una compañera me consoló diciendo que el chico en cuestión había tenido miedo ante «una mujer demasiado independiente». Los eufemismos suavizan las penas, pero cuanto antes aceptemos los fracasos, mejor. No le gusté lo suficiente. Y punto. Le vi hace poco en un semáforo, él conducía un coche familiar y yo iba caminando.

Una amiga sufre porque su hijo quiere dejar la enseñanza tradicional y comenzar una Formación Profesional. Piensa que, si sigue por esos derroteros, jamás beberá las mieles del éxito profesional y que será un trabajador de segunda. Muchos habríamos pagado por haber tenido tan claro nuestro camino a su edad. Hace poco, un señor me contó que su única escuela había sido el fracaso y un par de bofetones. Hoy, tiene su negocio agrícola y se siente satisfecho manejando su tractor. Mi amigo de la infancia se divorció a la semana de acabar el confinamiento. Un niño adolescente y una ex decepcionada son su realidad desde entonces. Me llamó para decirme que, tras el verano, volverá a la universidad. Él sigue hecho polvo, pero la vida sigue.

Preferiría no equivocarme, pero lo hago a menudo. Decido una cosa y vuelvo atrás, hablo de más, he comprado zapatos por encima de mis posibilidades y he empezado cosas que no he sabido acabar. He juzgado erróneamente a personas, me han dado calabazas y muchas noches me voy a dormir preguntándome si soy buena madre o una trabajadora eficiente. Saber encajar los fracasos, he ahí la cuestión. Y, sobre todo, es parte del éxito en la vida porque, en el fondo, no pasa nada.

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