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¿Te ha dolido alguna vez el alma?

Malestar emocional, insomnio, tristeza, ansiedad, … son algunos de los síntomas cada vez más frecuentes que nos llevan a recurrir a fármacos – como los ansiolíticos- para aliviar los síntomas, al no disponer de los 60 euros de media que cuesta acudir a un profesional que nos ayude a analizar las causas. Seguro que les suena lo que escribo por haberlo vivido en primera persona o conocer a alguien que lo haya padecido. A menudo criticamos que la política no aborde los problemas que afectan a las personas. Y muchas veces tienen razón, pero para una vez que ocurre, es una pena que sea para embarrar y denostar la política por la mala práctica de algunos. Eso fue lo que ocurrió la semana pasada cuando un diputado del PP le espetaba, con desprecio, a Iñigo Errejón: «Vete al médico», cuando defendía que, desde la sanidad pública, se refuerce la atención a la salud mental. «Mandar al médico» a alguien que menciona la precariedad de la salud mental equivaldría a «mandar al súper» a quien señala las llamadas «colas del hambre». No debería ser inusual apoyar propuestas de otros grupos parlamentarios –de hecho, ocurre a menudo- cuando dan cuenta de una realidad, cuando mejoran la calidad de vida de las personas. En eso se basa el ejercicio de la política. Lo que irrita es la mofa y el desprecio. No tardó el diputado en arrepentirse en su cuenta de Twitter, como mandan los cánones de la nueva comunicación política, pero me temo que el arrepentimiento, tras la estocada asestada por el populismo y el espectáculo, no basta para recuperar la cordura política. El incidente, propio de un hooligan en un estadio y no en un parlamento, demuestra, no sólo falta de educación, sino sobre todo una falta de empatía y respeto a la ciudadanía y un desprecio por la salud mental, y ahí es donde quiero ir.

La atención a la salud mental se encuentra en una situación precaria, castigada por los recortes en Sanidad, agravada por la pandemia y los confinamientos y estigmatizada por la sociedad. ¿En qué mundo vivirán esas personas a las que nunca les duele el alma o si les duele, tienen los recursos para afrontarla? Es cierto que, si tienes una enfermedad te la tratan, pero si lo que tienes son síntomas difíciles de expresar, la cosa se complica. Quien no puede, no sabe o no tiene quien le ayude, recurre a los fármacos que eliminan los síntomas, pero no abordan las causas. Son necesarias, por ejemplo, campañas de prevención que ofrezcan alternativas a la prescripción farmacológica para aliviar una presión y una ansiedad que han sufrido mayoritariamente las mujeres y también los y las jóvenes. Los datos indican, una vez más, que ellas han sufrido más la presión del confinamiento, del teletrabajo, de la conciliación, … demostrando un sesgo de género en el consumo de fármacos. De lo que se habló el otro día en el Congreso y fue reconocido por una inmensa mayoría de dentro y fuera del hemiciclo, es que hay que invertir más recursos, que la pandemia ha empeorado la salud mental y que hay que combatir el estigma social que tiene. El virus, la angustia, las preocupaciones e incertidumbres y la soledad o el aislamiento se han instalado en nuestras vidas y necesitamos que el sistema público de salud esté preparado para ello y los atienda. Japón ha creado un ministerio de la salud mental para combatir el aumento de suicidios; Francia, preocupada por el impacto de la crisis sanitaria en la salud mental, ha incorporado las consultas de psicología y psiquiatría en la cartera de las compañías de seguros y las mutuas.

El diagnóstico no es alentador: nuestro país es uno de los países con mayor consumo de ansiolíticos, se suicidan diez personas cada día y sólo tenemos seis sicólogos por cada 100.000 habitantes cuando la media en Europa está entre 20 y 40. Por tanto, me parece sensato reivindicar la necesidad de reforzar la atención a la salud mental en el sistema público de salud, de incrementar las ratios de especialistas y de dotar de más recursos la estrategia nacional. Ante esto, caben dos reacciones: la mofa y el desprecio o reaccionar asumiendo una dotación de 2,5 millones de euros en los PGE, tal y como se ha expuesto en el plan presentado por el gobierno de Pedro Sánchez. Esa misma necesidad la ha mencionado el president Ximo Puig quien destacaba esta semana la necesidad de que la salud mental “deje de ser la hermana pobre del sistema sanitario”. Porque así es, la salud mental en el sistema público es un derecho y no debería ser un lujo.

Me gustaría terminar mi reflexión señalando que estamos ante un tema que no sólo requiere compromiso político y dotación presupuestaria, sino que exige la necesaria concienciación por parte de toda la sociedad porque: ¿Nos atrevemos a confesar con la misma naturalidad que acudimos cada semana a un sicólogo que lo hacemos con la visita a una consulta de Fisioterapia? ¿Quién acude a un sicólogo o confiesa que necesita ir sin pensar en lo que dirán los demás, el jefe, los y las compañeras de trabajo? Hace unos meses leí una novela que hablaba de la enfermedad y abordaba las discriminaciones que sufren las personas enfermas en el ámbito laboral. Vivimos en una sociedad tan competitiva como cruel en la que solemos esconder nuestra enfermedad para que el «jefe» no nos retire la confianza, para demostrar que seguimos dando el 100% de nuestras capacidades porque en el mundo profesional los tiburones están al acecho de cualquier flaqueza. En eso deberíamos pensar y reflexionar también porque son muchos los desafíos a los que nos enfrenta la salud mental: no deberíamos menospreciarla.

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