Diario de Mallorca

Diario de Mallorca

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Pedro Coll

El subconsciente

Londres, año 2001.

A Nigel, un amigo británico con sentido del humor británico, fue a quien oí por primera vez esta frase: ‘cuando veo un policía, me siento culpable’.

Hace tantos años que no diré cuantos, estaba yo sentado en un bar a la orilla del mar, en Cales Fonts, port de Maó, y el otoño se estaba anunciando. Celebraba con dos amigos el aprobado en Procesal Penal, lo que significaba que acababa de licenciarme en Derecho. La terraza estaba vacía, eran las dos de la madrugada. De entre las sombras aparecieron dos guardias civiles que, extrañamente, se sentaron en los taburetes de una mesa próxima. No pidieron nada para consumir, parecía una simple parada técnica. Minutos después nos iluminaron los faros de un deportivo descapotable, era un Alfa Romeo Spider, de color rojo, el mismo que, junto a Dustin Hoffmann, se hizo famoso en la película ‘El graduado’. Por aquel entonces estos coches apenas se veían por estas tierras. El Alfa Romeo se fue aproximando y pretendió pasar por la estrecha franja libre que había entre las mesas del bar, en una de las cuales estaban los guardias civiles, y el muelle repleto de barcas amarradas. Algo falló en la maniobra, un mal cálculo, porque el automóvil golpeó secamente al taburete de uno de los uniformados, con galones de cabo, que acabó rodando por el suelo patas arriba. Sonó aparatoso. Rápidamente se abrió la puerta del deportivo y apareció un italiano muy nervioso, disculpándose. El guardia derribado recogió su tricornio, recompuso con dignidad la figura y con voz muy seria y tono contenido le dijo al italiano que circulara. ‘¡Que circule, le digo!’, parece que lo estoy oyendo. Pero el italiano en vez de callarse y seguir el sabio consejo continuó pidiendo perdón de manera empalagosa, a la vez que proponía a los guardias que se tomaran algo con él. Los italianos me han caído bien siempre, son posiblemente los europeos más próximos a nosotros, pero pueden acabar resultando demasiado intensos. Tuve una atractiva amiga danesa que decía, y sus razones tendría para ello, que eran como un moco, te los conseguías quitar de la mano y te los encontrabas más tarde en el codo. De la ‘finezza’ mental de mi amiga me quedé también con otra conclusión afilada: ‘a los italianos los miro, a los franceses los escucho’. Bien, nosotros tres estábamos sentados a unos pocos metros del centro de la acción, mudos como muertos y, precisamente, con la mirada clavada en el italiano. Conociendo el paño sabíamos que aquello se iba a complicar. Entonces, el otro guardia, el que no había sido derribado y había estado callado, decidió hacerse con algo de protagonismo y, sin venir a cuento, lo empujó bruscamente para que se metiera de una vez en su deportivo rojo y que se largara. Y eso no, aquí el hombre se cabreó de verdad. No solo rechazaban su invitación, encima le agredían. Y se puso en plan desagradable. Para él, que no debía estar informado de cómo funcionaban por aquí las cosas, aquello no iba a acabar nada bien. Llegados aquí, al cabo benemérito se le hincharon definitivamente las narices y, ante el asombro de los cuatro gatos presentes, sacó de su funda un ‘9 largo’ amenazándole con que ‘o quitaba el puto coche de allí o se lo llenaba de balas’. Tal cual lo dijo, sí, parece que lo estoy oyendo. Sabíamos que no había marcha atrás. El final del melodrama lo firmó el italiano, mentalmente averiado por el exceso de gin-tonics. Abriéndose la camisa de forma tan dramática que saltaron por el aire varios botones ofreció su pecho desnudo, los brazos en cruz, y dejándose caer de rodillas comenzó a aullar hacia el cielo estrellado ‘¡maaaatame! ¡maaaatame!’ Toda una imprudente pero bella performance que, interpretada por nosotros con la imaginación contestataria propia de jóvenes conscientes de estar viviendo el final de una larga dictadura, parecía curiosamente inspirada en los fusilamientos de Goya: el italiano (el pueblo) arrodillado, brazos abiertos y clamando al cielo y los dos guardias civiles (la fuerza represiva) ante él, sin saber si llenarle el coche de balas o darle en la coronilla con la culata del ‘9 largo’, que debió ser lo que ocurrió mas tarde, en el cuartelillo, durante el hábil interrogatorio de rigor.

Estábamos a un par de años de nuestra transición a la democracia. Por esa y por algunas que otras experiencias vividas en aquel fin de ciclo, entre kafkianas y surrealistas, aún hoy, a pesar de la diferencia estratosférica que hay entre las fuerzas de seguridad de hoy y las de entonces, ‘cuando veo un policía’ no puedo evitar preguntarme si soy culpable de algo, que seguro que sí.

Cicatrices generacionales en el subconsciente.

Compartir el artículo

stats