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Matías Vallés

Iglesias no es Illa

Confundir al líder de un partido de autor con un mandado solo contribuye a la interpretación errónea del mutis de Iglesias

En apenas un lustro, Pablo Iglesias ha provocado un seísmo en la política española sin precedentes desde la muerte de Franco. Si esta exageración le parece dudosa, consulte con el exiliado Juan Carlos l, con los muy desvaídos Felipe González o Alfonso Guerra, con la efervescencia del sobresalto diario que anula el sustento de la transición. Acusado a menudo de machista, el creador de Podemos ha disuelto el patriarcado olvidadizo de PP y PSOE. No ha acabado de desbancarles, pero ha forzado el primer Gobierno de coalición de la historia, uno de esos ejecutivos con comunistas incorporados que la CIA hubiera disuelto a balazos en los años setenta.

Esta semana se ha descubierto bruscamente que Iglesias no tenía un objetivo, se alimentaba de la trepidación cotidiana. Moisés no llega a la tierra prometida porque se aburriría como agricultor. En la versión guerrillera que corresponde al vicepresidente del Gobierno, su aventura equinoccial en la jungla provincial de Madrid no solo puede acabar antes de las urnas, sino que le permite recrearse en la figura del Che. Tras la toma de La Habana abrazado al presidente, el revolucionario reconvertido en burócrata emprende un peregrinaje estrafalario por el Congo o Bolivia. También aquí, con la maldisimulada satisfacción íntima del número uno, que se libera de un engorroso pepito grillo.

Se puede ridiculizar el futuro del vicepresidente segundo y se debe descartar su interpretación del tránsito, pero es perezoso y falso atender a una repetición de la apuesta por la Generalitat catalana. Iglesias no es Illa, más allá de la inicial compartida. Confundir al líder de un partido de autor con un mandado solo contribuye a equivocarse en la ponderación del dramatismo de la situación creada. El ministro de Sanidad no descompuso la figura en un año de pandemia, pero fue superado en protagonismo hasta por su coordinador. Su reenvío a Cataluña es un mero papeleo, recibido por Miquel Iceta con alborozo, en tanto que la salida de Iglesias se rige por la sismología.

En su voluntad de denigrar a Iglesias, quienes lo equiparan al subordinado Illa facilitan la digestión de un apartamiento inasumible. Aparte de que Cataluña no es la provincia de Madrid, más allá de la consideración constitucional de «nacionalidad histórica». Las honduras psicológicas reportarían que al vicepresidente, al igual que al Che, no le reforzaba la proximidad al presidente con el que «ha debatido y discutido muchas veces» según le confesó a Wyoming, sino que le refrescaba que nunca alcanzaría la cima que un día le garantizaron los augures.

Si Iglesias pretendía combatir a los «criminales fascistas» de Vox, en el Congreso tiene a 52 adversarios de dicha adscripción, más numerosos que en la Asamblea de Madrid. Por no hablar de que se enrola a codazos como cabeza de cartel del sexto partido en liza en la comunidad de Díaz Ayuso, sin pactar previamente con el quinto que se lo sacude a empujones. En la configuración actual de las candidaturas, el vicepresidente del Gobierno de la Nación solo puede aspirar a número dos de Gabilondo en la oposición de una cámara provincial. Hasta la mención de ambos cargos en la misma frase despide efluvios sacrílegos.

El seleccionador de baloncesto Antonio Díaz Miguel recordaba a menudo que la medalla de plata o número dos es un trofeo desgraciado, porque se obtiene tras una derrota. La memoria histórica transmite esta maldición a los vicepresidentes españoles, animados a menudo por la convicción de que no solo superaban al único eslabón que los separaba de la cima, sino que encima tenían que hacer el trabajo presidencial mientras el presunto titular del cargo disfrutaba de la gloria.

El «dos por el precio de uno» lanzado treinta años atrás por González para blindar a Guerra no fue cumplido ni por el autor de la frase paternalista, que dejó caer o empujó a su leal vasallo. Iglesias se inscribe por tanto en la estirpe de los vicepresidentes del Gobierno apartados o dimisionarios. El primer tándem socialista siempre se utiliza como referente, pero la dinastía de vicepresidentes tan insustituibles como sacrificados incluye a Abril Martorell, Francisco Álvarez Cascos a raíz de una boda desafortunada o Pedro Solbes.

Iglesias es superior intelectualmente a Sánchez, según la misma ecuación que situaba a Rubalcaba muy por encima de Zapatero. Sin embargo, el vicepresidente socialista fallecido solía corregir a quienes le instigaban a derrocar a su superior que «sí, pero Zapatero gana elecciones». Este contraste no se verifica en el primer abandono vicepresidencial de la historia. El mérito del actual líder socialista no está en sus deprimentes resultados electorales, sino en su versatilidad en la captación de socios.

Con sus 120 diputados vigentes, Sánchez hubiera perdido todas las elecciones que se han registrado en democracia, incluyendo en el lote sus tres envites previos como candidato en 2015, 2016 y 2019. El mérito de haber logrado un socio estable debe extenderse a la flexibilidad de Iglesias, que ha yugulado cualquier perspectiva de crecimiento de Podemos al resignarse a un papel subsidiario. Ahora mismo, el PSOE recupera la hegemonía del Gobierno, por lo que las posibles fricciones con su socio a la izquierda se trasladan al Congreso. Allí, la incertidumbre laboral en pandemia es el principal aval del pacto.

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