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Las niñas de ayer

Siempre he defendido que la ficción es un territorio clave para construir –o reconstruir– el mundo que queremos. También que no hay que caer nunca entratar de adoctrinar a nadie, sino tan solo mostrar lo que, simplemente, está ahí. Esas dos cosas las hace Pilar Palomero en la película Las niñasde una forma magistral: situándose en una realidad concreta espacio-tiempo y enseñándonos un trocito de ella, nos ayuda a ver con más claridad, no ya el pasado, sino también el presente y el futuro.

La película está ambientada en el año 1992 y gira alrededor de varias niñas, chicas adolescentes y alguna de sus madres –fantástica Natalia de Molina en el papel de madre de Celia–. Me ha removido ver reflejada la época en la que me crié al tiempo que percibía, desde los ojos de ahora, el machismo que impregnaba cada parcela de nuestras vidas. Una se subleva al ver la forma en que una niña sufre la humillación y el escarnio por ser hija de madre soltera, o lo que es lo mismo en la mentalidad de hace apenas treinta años: de una guarra. Así, vemos a una mujer que lucha sin tregua por sacar adelante su familia monomarental y a cambio no recibe más que desprecio por parte de la sociedad, incluidos sus propios padres.

Pero son los pequeños detalles los que, para mí, hacen grande Las niñas, y de ellos está plagada la cinta. Como la profesora de gimnasia riñéndolas por correr como «marimachos». Hasta en eso teníamos que ser femeninas. O como la escena en la que un grupo juega en el patio con una canción que habitaba aletargada en algún lugar de mi memoria y que me espeluzna al regresar a mi mente. «Soy capitán de un barco inglés y en cada puerto tengo una mujer / La rubia es fenomenal y la morena tampoco está mal / Si alguna vez me he de casar, me casaré con la que me guste más». Cuantas veces la habrá cantado la niña que fui totalmente ajena a sus implicaciones: anclar en mi cabeza que las mujeres no tenemos derecho a nada más que a ser tratadas como mera mercancía de paso al gusto del consumidor.

Un film redondo, que comienza con una monja enseñando en un coro de niñas a mover los labios sin cantar a fin de acallar a quienes no considera a la altura, y que acaba con Celia alzando su voz en el espectáculo para el que se preparaba al inicio. Todas somos «las niñas», alguna de hoy, otras de ayer, pero me emociona pensar que, pese a lo que nos hayan inculcado desde que nacimos, somos capaces de desprendernos de ello y actuar con la misma valentía que Celia: plantando cara y no dejando que nadie silencie nuestra voz.

Cuando me nombraron directora general de juventud, un colega vino a decirme que me echara a un lado y dejara paso a otros más capacitados. Huelga decir que me pasé cuatro años teniendo que demostrar mi valía en cada reunión, acto o rueda de prensa. Lo que se da por hecho en un hombre, se nos exige probarlo a nosotras de forma constante. Cuando decidí dejar la profesión de jurista y dedicarme a la escritura, la mayoría me tomó por loca. «No lo has pensado bien», decían, ninguneándome y pretendiendo decidir por mí. Y así con cada una de las resoluciones, grandes o pequeñas, que he ido tomando a lo largo de mi vida. Hasta hace no mucho, no cantaba en público porque, al igual que le sucede a Celia, sabía que no era mi fuerte. Un día dije: se acabó. Me fui a un Karaoke y lo canté todo hasta que cerraron. La mañana siguiente no podía ni hablar, pero estaba feliz. Reivindiquemos para nosotras la necesaria imperfección inherente al ser humano. «No quiero ser perfecta», decía una antigua campaña de una asociación de mujeres jóvenes. Y creo que a ese concepto todavía le queda mucho para ser integrado, porque el resto del imaginario colectivo nos sigue exigiendo ese imposible. Como cuando alguien dice «estoy en contra de las cuotas, porque entonces habrá mujeres mediocres que lleguen alto». Y yo me río y pienso: ah, claro, es que no hay ningún hombre mediocre en puestos de poder.

Volviendo a la película, que no busca la perfección pero desde luego alcanza la brillantez: supone una contribución a la igualdad real, y no solo en el fondo, sino también en la forma. Porque encontramos a mujeres al mando en cada una de las áreas. En la dirección y el guion, pero también en la producción, el montaje, la dirección artística, el diseño de vestuario o la dirección de fotografía –Daniela Cajías hace historia al ser la primera mujer que recibe el Goya en esta categoría–. También ahí, el mensaje. Si lo quieres, ve a por ello; que nadie te haga creer que es territorio vedado.

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