Diario de Mallorca

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Daniel Capó

LAS CUENTAS DE LA VIDA

Daniel Capó

La lección italiana

Sin reformas carecemos de futuro, porque nada que no se cuide perdura en el tiempo

Mario Draghi.

En la mesa del restaurante más cercana a la mía, dos clientes un poco borrachos discutían acerca de qué fruto estaba mejor diseñado, si la cereza o la nuez. Bajaron la voz al notar que los escuchaba, pero ya habían dejado caer en mi cabeza la idea del diseño, de la que me apropié o por la que fui apropiado. La nuez, pensé (o fui pensado) carece de hueso, a menos que tomemos por hueso su cáscara. Tal estructura ósea protege la semilla. En la cereza, en cambio, el hueso permanece enterrado en una bola de carne muy jugosa, que es lo que nos comemos. Me vino entonces a la memoria la diferencia entre el endoesqueleto y el exoesqueleto. La di vueltas al «dentro» y al «afuera», todo ello mientras me comía una cazuela de hígado encebollado. A mí, el hígado encebollado no me gusta. Lo pedí porque a mi padre, que en paz descanse, le volvía loco. Lo elegí, en fin, para él, para que pasara un buen rato la parte de mi padre que vive en mí.

Eso me hizo pensar en las cosas que, sin darnos cuenta, hacemos por los otros. Una vez, estando de viaje fuera de casa, me compré en el aeropuerto un paquete de chucherías y me las comí todas, aunque las detesto y me caen mal, por mis hijos: para que las disfrutara la parte de ellos, que viven en mí. El cuerpo de cada uno está lleno de fantasmas. Lo habitan los ancestros y los contemporáneos y los homínidos que caminaban a cuatro patas por las ramas de los árboles. En ocasiones, mi perro y yo nos quedamos mirándonos y durante unos instantes, creo, evocamos los dos la época en la que él era un lobo y quizá yo un neandertal. Vivíamos juntos porque ya nos habíamos domesticado mutuamente. Generalmente, soy yo el que acaba apartando la mirada del animal porque siento el vértigo de mi propia historia biológica, que ha discurrido de forma paralela a la suya a través de los siglos.

Los clientes de la mesa de al lado piden fruta de postre. Uno de ellos me recuerda a un compañero del colegio. El colegio: otro asunto que acaba de colarse en mi cabeza como el agua por una rendija del tejado. Y de este modo llego al café y pago y salgo a la calle y decido pasear un poco para ver si, en un descuido, logro descubrir a aquel por el que soy pensado.

El último impulso mínimamente reformista que ha vivido nuestro país tuvo lugar durante el primer año –o el primer año y medio– del gobierno de Rajoy; no por convicción del presidente, sino por exigencias de Bruselas. El sistema financiero español acababa de ser rescatado tras una década de frenesí y dinero fácil, y las condiciones de ese préstamo fueron estrictas: reforma del mercado laboral y de las pensiones, ajustes presupuestarios, alza de tributos… Sin una soberanía monetaria que nos permitiera devaluar la moneda para recuperar competitividad, la crisis se tuvo que afrontar con la dura medicina de los recortes salariales y de plantillas: un tratamiento de choque agravado además por el dictado de la austeridad que impuso el norte de Europa. Austeros y pobres, se diría, para pagar los carnavales de años anteriores. Austeros y pobres, sí, en el peor momento del ciclo, con un país envejecido, despoblado en su interior, especializado en sectores poco productivos, con su industria malvendida y con graves problemas de reconciliación interna que no harían sino agravarse en los años posteriores.

Desde entonces, todo ha ido a peor: la política, la sociedad, la cultura y la economía. Y el genuino impulso reformista –si alguna vez, desde que entramos en el club europeo, lo hubo– se ha desvanecido por completo. Nada parece importar sino el ruido y la furia, ambos tan entrelazados en el mundo hater de las redes sociales. La consecuencia es una parálisis dañina que se disfraza de falsa hiperactividad. Es lo que los griegos llamaban «acedia» y que, en su sentido original, se refería a la falta de cuidado y al abandono de los cadáveres en los campos a merced de las alimañas. Instalados en la acedia, hemos sufrido una crisis tras otra. Este sería el resumen para nosotros de lo que llevamos de siglo XXI.

La falta de cuidado se deduce de la renuncia al reformismo. Cuando algo no funciona adecuadamente hay que reformarlo, no en la dirección que quieren los ideólogos, ni destruyendo los lazos comunes como pretenden los nihilistas, sino con el sentido común que aporta la prudencia. Hacer que funcione lo estropeado tiene algo de milagroso y a eso nos invita la vida democrática en su sentido más pleno: a la mejora gradual y consistente de las condiciones de vida de los ciudadanos. Hacer que funcione lo estropeado consiste en enterrar los cadáveres y curar a los heridos, que es como decir proteger el medio ambiente, mejorar la escuela, elevar el debate público, atajar la discriminación, cuidar la libertad para que la libertad nos cuide, etc. La reforma consiste en preservar, en mejorar, en regenerar, en edificar, en construir. Es lo contrario de la dejadez, lo contrario del escándalo, lo contrario de un activismo ciego, lo contrario de la política de trincheras.

Sin reformas no tenemos futuro, porque nada que no se cuide perdura ni se conserva. Al contrario, muere y es despedazado por los carroñeros. Italia, por poner un ejemplo cercano, parece haber dado un paso adelante con la figura de unidad que representa Mario Draghi. Quizás nosotros deberíamos aplicarnos la lección si no queremos seguir perdiendo nuestra prosperidad venidera.

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