Opinión
La soledad del enfermo de coronavirus
La casa cerrada a cal y canto, los medicamentos pasados a través de la reja, la compra dejada en el felpudo. Nadie que te cambie las sábanas sudadas tras una noche de fiebre ininterrumpida ni que te ponga la mano fría en la frente para unos segundos de alivio ni que te arrope en la duermevela, no tanto por el calor físico del nórdico como por el calor emocional de saber que alguien te cuida, ni que te prepare un zumo, lo único que no te sabe a cebollas amargas desde que, aún no te explicas cómo, pillaste el virus. Tu médica respira, aliviada, cuando le dices que vives sola. No habrá que convertir la casa en un Berlín, sin muro pero con dos sectores, ni estar pendientes de si hay más contagiados. Tú respiras, aliviada, porque al menos no te verás, como otros tantísimos enfermos de covid, enclaustrada en las cuatro paredes de una habitación. Echas de menos ver las caras de la gente que quieres. Las risas. Los gestos de cariño físico, de piel, de todos aquellos que tratan de mimarte a distancia, a través del teléfono, que en los momentos de bajón que escondes para que no sufran se queda corto. Incluso leve, en casa (no quiero ni pensar en cómo lo pasan quienes necesitan ingresar) te aparta de lo que más necesitas. Del amor, del cariño, de tu gente.
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