La idea de implantar un pasaporte sanitario como documento de viaje para diferenciar a quienes están vacunados frente a la covid-19 y quines no, vuelve a surgir con fuerza. Lo que parecía una idea desproporcionada al principio de la pandemia se transforma ahora en una herramienta útil, pero no ideal, porque por una parte aporta clarificación sanitaria de interés colectivo y por otra se adentra, probablemente en exceso, en los terrenos de la libertad personal, la ética y la intimidad del individuo.

Desde esta misma semana el pasaporte de vacunas lleva camino de consolidarse como un elemento inevitable, un mal menor. Es así porque el Consejo Europeo se ha decantado por él y porque la canciller alemana, Angela Merkel, se está erigiendo como una de sus principales patrocinadoras. Lejos quedan ya los días en los que la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, lo desempolvó en una idea que se consideró descabellada y hoy se vuelve factible.

Si, como parece, el pasaporte sanitario se transforma en realidad, está claro que será un instrumento determinante para la movilidad hacia Balears de cara al próximo verano y por tanto, fundamental para el desarrollo de una temporada turística que necesita incentivos, elementos de apoyo y no trabas. Esto, un soporte de seguridad y facilidad sanitaria, es lo que debe ser el pasaporte.

Para este buen uso es determinante el papel que desarrollen las autoridades porque el ciudadano, el turista que mantiene la fidelidad vacacional a estas islas, poco puede hacer por iniciativa propia. El pasaporte diferenciará entre quienes han sido inmunizados y quienes no, pero, hoy todavía, la decisión de administrarse las vacunas no está en manos de los destinatarios, sino de unas farmacéuticas y de unas autoridades sanitarias que las están facilitando a un ritmo mucho menor del esperado y del anunciado. En estas condiciones, es muy difícil que se llegue al verano con el 70% de la población inmunizada, como había anunciado el presidente Pedro Sánchez.

No hay vacunas para todos y no se ha extinguido el derecho universal a las vacaciones. Balears también mantiene vigente y necesita como el pan de cada día el desarrollo de su industria turística. Por tanto, las autoridades sanitarias deberán decidir por igual qué hacer con quienes no han tenido oportunidad de vacunarse, bien sean tests de antígenos o pruebas PCR. Todo será más fácil si AENA mejora su actual nivel de colaboración y evita unos cuellos de botella que en nada beneficiarán la imagen de Mallorca ni las garantías que requiere el pasajero.

El pasaporte sanitario debe ir revestido de considerables elementos complementarios que quedan a expensas de la capacidad de acelerar el actual ritmo de vacunación general. Por ejemplo, el personal de servicios turísticos no ha sido incluido entre los sectores preferentes para ser inoculados. Desde otra vertiente, falta saber hasta donde puede llegar la obligatoriedad legal de vacunación y la compatibilidad con las decisiones personales sobre las medicinas que se quieren recibir. Tampoco se puede obviar que el pasaporte ya no afectará de lleno a los pasajeros procedentes del Reino Unido, un sector del turismo que resulta capital en el caso de Balears y que debe ser tenido en cuenta a la hora de tomar decisiones relativas al control sanitario.