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Fotos movidas

Tengo urgencia de vivir. Miro mi edad y pienso en que esto va muy deprisa. “Somos fotos movidas”, me dijo Aurelio. Esas imágenes, distorsionadas por la inquietud, eran una catástrofe cuando la vida podía resumirse en un máximo de 36 fotos. Había que elegir muy bien qué momento eternizar. O tomar la vía rápida: creer prescindible cualquier instante. La vida es sólo una lucha contra la calvicie. O pedir la vez en la frutería. O avanzar a tientas, en la madrugada, hacia el fin de uno mismo.

En cualquier caso, la memoria nos habita por dentro. Las cosas son cosas, pero los recuerdos son lava recorriendo pausadamente las grietas de nuestro cuerpo. A veces, cuando voy a casa de mis padres, hojeo sus álbumes de fotos, el Instagram de los ochenta. No encuentro cobijo en esas galerías de lo que fui. En brillo o mate, la existencia sigue siendo precipicio. Miro los negativos al trasluz, como un abanico de carey, como la cola de un pavo real. Me angustia esta viveza, esta lucha contra los días y las horas. Contra los minutos incluso, si el insomnio hace acto de presencia. Quiero detener el mundo en este preciso momento de mofletes encendidos y bailes arrítmicos. Mauro se acerca a mí con las manos manchadas de chocolate. Fidel se hunde en mi costado vencido por el sueño. La lanza del presente, afilada y espectral. Esto también pasará. Seré una foto movida en la vida de mis hijos. Alguien gruñón y lejano para mis futuros nietos. Seré nada para los hijos de mis nietos. Visto el panorama, no nos queda más remedio, la vida pide a gritos menos sacralización y más desvergüenza.

El jueves pasado me hice la cera en todo el cuerpo. Siempre hay un porqué, pero en ocasiones es tan frágil, que casi se transparenta. Ana, así se llama la verdugo, me acompañó a una sala con hilo musical, pero iluminada como un quirófano. Me pidió que me quedara en calzoncillos y me tumbara en la camilla. Salió para que me desnudara en soledad. “¿Había necesidad?”, me preguntó una amiga, cuando compartí la foto de mi pecho despeluchado. “He hecho de lo innecesario mi bandera”, pensé. En esta dictadura de los consejos no pedidos, del flagelo y del decoro, reivindico la bondad de la apetencia. Duele, no os engaño. Duele más que un descenso del Córdoba, para que os hagáis una idea. Pero ahora soy de satén.

Le conté mi vida a Ana y ella me contó la suya. A los trece se tatuó a escondidas de su padre. A los veinticinco se quedó embarazada de su hijo mayor. A los treinta, tuvo a la pequeña; la noche en que nació, en el mismo hospital, dándole de mamar a su hija recién parida, su marido le confesó que tenía una amante y que ya no podía más. Mientras él hablaba, ella no apartó la mirada de la cara de su bebé, entoquillada, enganchada a su teta, abriéndose paso en la vida a chupetones, apretando con fuerza minúscula el dedo de su madre. Ajena a la fragilidad de un mundo que le daba así la bienvenida. Cuando terminó su blando discurso, Ana le pidió a su marido que saliera de la habitación y recogiera sus cosas de casa. La niña se había quedado dormida, sus párpados eran dos lunas siamesas, una gota de leche temblaba aún sobre su boca. Al día siguiente, Ana aprovechó las visitas al hospital para preguntar si alguno conocía a una buena abogada.

A las madres hay que odiarlas en privado, Kiko Rivera. Hay un universo a sus espaldas. El amor de una madre puede ser hilo de Ariadna o toro de Minos, pero somos nosotros los que debemos recorrer el laberinto. Palpar las paredes húmedas, no desfallecer, no culpar a quien no ha sabido conducirnos hacia la luz que todos creemos merecer. Miro la vida como a los ciclistas que pasaban por la Carretera de Palma del Río corriendo la Vuelta a España, justo enfrente de la que fue mi casa. Ese barullo de colores, inesperadamente breve. Hay gente con una vida por delante y hay gente con una vida por detrás. Con cuarenta años, me siento como Perséfone, encerrado en mitad de esos dos mundos gemelos y fantasmales. En el infierno crecen los asfódelos. “Cuando hablo de flores es para recordar que en algún momento fuimos jóvenes”, escribió William Carlos Williams.

Hay una foto en la que mi madre me besa. Ella tiene una cinta en la frente, largos pendientes, los ojos maquillados en plata, un vestido cortísimo. Yo llevo camiseta blanca, pantalones rojos, el pelo revuelto y soy, aún, rubiasco. No hay severidad en mí. Ni rencor. Ni ningún otro mal inyectado por el tiempo. Estamos sentados sobre la hierba. La luz se desmaya sobre nuestras mejillas. Doy gracias a dios, y al pulso de mi padre, que fue quien la tomó, de que esa foto, y precisamente esa, no saliera movida.

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