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Ramón Aguiló

Escrito sin red

Ramón Aguiló

La pandemia y la política

Uno de los interrogantes que, ahora, uno puede hacerse es si la pandemia del coronavirus, que ha arrasado con nuestras vidas y nuestra economía, este acontecimiento trascendental para los que las han perdido ya, para los que temen perderlas, para los jóvenes y adolescentes que se han visto de golpe separados de la referencia fundamental de sus amistades, para ellos, que han vivido como ninguna otra generación el impacto brutal de una crisis económica sin precedentes y una crisis sanitaria y social cuyos antecedentes hay que ir a buscarlos en acontecimientos como la guerra civil de hace 85 años o a la pandemia de la gripe de 1918, hace más de un siglo, uno de los interrogantes, es si también ha cambiado nuestra superestructura social, la política.

Una primera consideración es que, siendo tan profunda la crisis, que afecta a todos los sectores sociales, al funcionamiento de las empresas y del trabajo, a las condiciones en que se desarrolla, al mundo de la educación, a los sectores que, casi sin previo aviso, se han visto sumidos en el desamparo y en la pobreza, a aquellos que han visto desaparecidos los contactos con sus familiares, recluidos y separados de sus próximos, que ha cambiado incluso las formas establecer relaciones sexuales, la política no sólo no ha cambiado su degenerado comportamiento, sino que lo ha agudizado. Así hemos podido comprobar durante este año de castigo colectivo que unos y otros, en lugar de hacer piña en torno a las medidas necesarias para afrontar el reto en el que la naturaleza nos había situado, han porfiado para sacar ventaja sobre los adversarios. El gobierno fue el primero en dar mal ejemplo. Fue el retraso en la toma de medidas; la emisión de informaciones falsas como la inutilidad de las mascarillas; la propaganda televisada de Sánchez, su autocomplacencia en junio diciendo que se había derrotado al virus; su escaqueo de la dirección de la lucha contra la pandemia, traspasando una responsabilidad que era suya a las autonomías; su estado de alarma de seis meses con escasas comparecencias en el parlamento. Pero también el mal ejemplo fue de la oposición, aprovechando la pandemia para intentar desgastar al gobierno, su apoyo a manifestaciones en contra de las medidas tomadas o la utilización de sus poderes autonómicos, el de Ayuso en Madrid, como plataforma antigubernamental. El odio al adversario ha seguido siendo el motor del activismo político. Un odio como constante en nuestra historia política, realimentado por la competencia entre élites extractivas que sólo pueden sobrevivir con la derrota de sus adversarios.

Un ejemplo claro del desajuste entre las necesidades del poder y las servidumbres de vivir bajo la pandemia lo suministra la celebración de elecciones el domingo 14 en Cataluña. Como se recordará los partidos nacionalistas las retrasaron para que no se celebraran en pleno estado de alarma y el Tribunal Superior de Cataluña anuló este retraso. La razón de que antes se hubieran retrasado sin problemas las elecciones en Galicia y el País Vasco era que habían sido convocadas antes del primer estado de alarma y se celebraron cuando éste había concluido. En el caso de Cataluña, su convocatoria se había producido reglamentariamente en pleno segundo estado de alarma al confirmarse la inhabilitación de Torra por desobediencia «contumaz y obstinada». Fueron los juegos de resistencia del nacionalismo los que condicionaron la convocatoria automática que, según el TSJC, afecta al derecho fundamental del voto. El retraso decidido por el gobierno catalán no podía desvincularse del temor nacionalista al llamado «efecto Illa», que podía perjudicarles, tal como anunciaban las encuestas. La posición gubernamental a favor del 14F como fecha necesaria era interpretada por el nacionalismo como un intento de aprovecharse de ese mismo efecto, condicionando la resolución judicial y, de paso, acusar al gobierno de utilizar a los jueces como arma política. Ahora tenemos el sin sentido de celebrarlas con el riesgo que comporta para todos. Todo lo que pasa en Cataluña apenas tiene relación con las imperiosas necesidades de sus ciudadanos. Cataluña es, en el seno del engranaje que constituye el sistema político español, un piñón que gira libre, enloquecido, desconectado del resto; si se me apura, mucho más que el País Vasco por mucho que éste cuente con mecanismos propios como el concierto económico y el cupo. Lo demuestra el hecho de que los partidarios de la independencia cuenten sólo en torno al 20% mientras en Cataluña rondan el 50%.

Sabíamos lo que un gobierno de PSOE y Unidas Podemos podía dar de sí: sobresaltos. Lo sabía también Sánchez, por algo pregonaba que no podía pactar con ellos, porque no podría conciliar el sueño; como el 95% de los ciudadanos. Por eso ahora Sánchez, tras la formación del gobierno de coalición, debe tragarse sus palabras con patatas fritas. Reflexionaba en voz alta, antes del 10N, en cómo sería posible un gobierno en que una mitad de sus ministros afirmaba la plena condición democrática de España mientras la otra mitad dijera que no era una democracia plena pues había presos políticos. Pues la pesadilla que anunciaba Sánchez se ha hecho realidad y el inefable tribuno de la plebe, el vicepresidente 2º del gobierno, eso ha afirmado. Sin que haya pestañeado el presidente. Las discrepancias entre uno y otro sector gubernamental son diarias y a cara de perro. Se pisan las iniciativas, como la de sustraer del ámbito penal el enaltecimiento del terrorismo, los insultos al rey o las incendiarias llamadas de los raperos a matar guardias civiles. La regulación de los alquileres, los desahucios, el importe del mínimo vital o la reforma del sistema de pensiones son cuestiones en las que están enfrentados PSOE y UP. En casi nada de lo que realmente constituye la preocupación de los ciudadanos alcanzan a adoptar una posición común; cuando la alcanzan, como con las ocupaciones de casas, es contra los intereses generales de los ciudadanos. El proyecto de ley trans impulsado por Irene Montero, la mujer de Iglesias, una cuestión por lo que parece de extrema urgencia social, que supone el cambio de la identidad de género por la simple declaración del solicitante a partir de los 16 años, es el estrambote de toda una serie de iniciativas a cuál más extravagante y poco fundamentada. Un gobierno que, en vez de estar cohesionado y conjurado para vencer a la pandemia, se aplica en ofrecer a la ciudadanía, impúdicamente, el vergonzoso espectáculo de sus querellas ideológicas, mientras son una media de 700 personas diarias las que fallecen esta semana por el coronavirus.

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