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Eduardo Jordà

Nuestros capitanes Schettino

Hace poco, alguien creyó ver al capitán Schettino paseando por una playa de Sorrento. También se decía que había participado en una conferencia universitaria para contar su historia. Otros decían que había escrito un libro y lo estaba promocionando. Todo eran bulos, por supuesto, porque el capitán Schettino ya lleva cuatro años en la cárcel, pero en Italia la gente todavía se acuerda de él. Aquí, en cambio, imagino que casi nadie se acuerda del capitán del Costa Concordia. En nuestra época todo se olvida a la misma velocidad con que se amontonan las informaciones y los conocimientos inútiles. Y si hace nueve años, en el 2012, toda Europa no paraba de hablar del capitán Schettino, aunque ahora casi nadie sabría decir quién es.

Pues bien, en enero de 2012, el buen capitán Schettino hizo naufragar el ferry que pilotaba, el Costa Concordia, cuando cubría el trayecto de Civitavecchia a Savona. Por lo que parece, el capitán se empeñó en acercarse a la isla de Giglio porque le gustaba hacer sonar la sirena del barco como un simpático saludo a los isleños. Por lo que sé, esta costumbre estaba bastante extendida entre marinos y pilotos de aviación. Un piloto de Jumbo -también italiano- me contó que él hacía descender el avión, haciendo una finta en el cielo, para que su hijo lo viera desde su apartamento de Roma. Si esto es ilegal o no, no lo sé. El caso es que el capitán Schettino acercó el barco a la orilla mientras hacía sonar la sirena del barco, y el barco chocó contra unos arrecifes a unos quinientos metros de la costa. Se abrió una vía de agua y el barco acabó semihundido frente a la isla de Giglio. Cuando estaba claro que el barco se iba a pique, el capitán Schettino escapó del barco y dejó trescientos pasajeros abandonados a su suerte. Hubo 32 muertos, casi doscientos heridos y la naviera y la compañía de seguros tuvieron que gastarse dos billones (¡dos billones!) de euros en reflotar el barco y en pagar las indemnizaciones correspondientes. El capitán Schettino fue condenado a 16 años y un día de cárcel. Ahora, por lo que cuentan, pide a sus amigos que van a verle a la cárcel que le lleven una botellita llena de agua del Mediterráneo porque siente añoranza de su antigua vida de lobo de mar. Como mínimo, hay que agradecerle que pida agua de mar y no una botella -o una caja- de whiskey escocés Loch Lomond, como habría hecho su colega el capitán Haddock.

Si nos fijamos un poco en lo que sucede ahora, el capitán Schettino debería ser el emblema moral de nuestra sociedad. Y no sólo por la asombrosa irresponsabilidad de la conducta, sino por la forma entre simpática y cínica con que seguramente la han justificado ante sí mismos y ante los demás. ¿Cuánta gente no se ha hecho vacunar sin tener ningún derecho a hacerlo, sólo porque tenían el poder o la desvergüenza de hacerlo? ¿Cuántos dirigentes políticos, cuántos altos cargos, cuántas autoridades no se han hecho vacunar, mientras que los sanitarios y las personas que combaten la pandemia cara a cara todavía no habían recibido la vacuna? ¿Cuántos alcaldes y concejales, cuántos cargos de medio pelo? ¿Y cuántos eclesiásticos que se hacían pasar por asilados en una residencia de ancianos? Tenemos casos cercanos.

Y el problema es que esta actitud totalmente irresponsable -una mezcla de delirio pueril y cinismo desvergonzado- afecta a casi todos los estratos de esta sociedad. Causa vergüenza ver cómo las empresas del Ibex se arrastran ante el gobierno central para saquear unos fondos europeos que deberían destinarse a cubrir las necesidades de los millones de empleados y autónomos y pequeños empresarios que lo han perdido todo en esta crisis. Y causa vergüenza -y asco, digámoslo claro- ver cómo gobiernos y administraciones públicas se olvidan de la gente de la calle y sólo parecen preocupados por sus miserables vidas y sus cuantiosos sueldos pagados con dinero público. Nos guste o no, estamos en manos de miles y miles de capitanes Schettinos que administran en su propio beneficio un dinero que debería ser de todos y que sólo piensan en contentar a sus amigos y a sus aliados ideológicos. Y así viven todos los días, contando mentiras -porque no paran de mentir- y haciéndose pasar por abnegados servidores públicos cuando en realidad sólo son capaces de llevar el barco hacia los arrecifes mientras ellos -tranquilos, felices, muy satisfechos de sí mismos- hacen el signo de la victoria desde el puente de mando con una gran sonrisa de payaso en los labios.

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