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Antonio Papell

La pobreza que nos asedia

Todo son cábalas acerca de cómo discurrirá la macroeconomía en el próximo futuro. Se manejan ingentes cantidades de recursos que aportará la Unión Europea a nuestras arcas públicas y se calcula cómo influirán estas ayudas en el crecimiento futuro del PIB, en la recuperación por tanto, una vez constatado que 2021 será también, muy probablemente, un año perdido, a pesar de la disponibilidad de la vacuna, la gran proeza de la ciencia actual. Los organismos internacionales alejan la normalización al segundo semestre del 2022, aunque ello dependerá de la eficacia de la vacunación y de la resiliencia de algunas industrias básicas —el turismo— que no reaccionarán de inmediato a la normalización sino que tardarán en adaptarse y en adoptar las velocidades anteriores a la pandemia.

La pandemia ha generado una decadencia gregaria, ya que todos estamos embarcados en el mismo barco a punto de naufragar, y se percibe un confuso sentimiento de solidaridad teñido de sospecha: cada ciudadano con el que nos cruzamos en la calle es a la vez una víctima como nosotros pero también un potencial enemigo ya que puede contagiarnos. Ni siquiera el sentimiento de pertenencia familiar perdura íntegramente: las fiestas navideñas nos han mostrado la ambigüedad de tales vínculos, a los que debemos renunciar cuando existe un riesgo objetivo de contaminación masiva.

En definitiva, todos estamos envueltos en el mismo sudario, pero la impresión es equívoca: las diferencias sociales, que han llegado a estar considerablemente mitigadas en este país en la época de las vacas gordas, comenzaron a incrementarse con la crisis 2008-2014, y aunque las grandes cifras —de nuevo la macroeconomía— aseguraban que a partir de 2014 volvimos a números verdes, la realidad es que este país se desequilibró con la primera crisis del milenio y no ha vuelto a alcanzar el grado de nivelación y de integración de los años anteriores y posteriores al cambio de centuria. Las largas colas de desposeídos en pos de alimentos —colas de la vergüenza y del hambre— se han alargado con la pandemia pero ya existían antes de ella. No había concluido el proceso de recuperación que devolviera su potencia a las clases medias y redimiera al proletariado. Y esa peste cuasi medieval lo ha torcido y agravado todo.

En Davos, la reunión de las elites planetarias celebrada esta pasada semana por vía telemática, se han leído los datos desastrosos del Banco Mundial sobre la miseria global. La contracción de PIB mundial a causa de la pandemia será del 5,2% en 2020, y el número de países en recesión será el más elevado desde 1870. «Esto significa —dice el informe del BM— que la COVID incrementará la desigualdad en prácticamente todos los países del mundo al mismo tiempo, un hecho sin precedentes desde que existen registros, hace más de un siglo». Y si los más ricos se han enriquecido todavía más en ese año maldito, el número de personas en el mundo que viven con menos de 4,5 euros al día podría haberse incrementado entre 200 y 500 millones en 2020. En definitiva, como ha escrito el SG de la ONU António Guterres en otro informe, el de desigualdad, publicado por Oxfam en coincidencia con Davos, «existe el mito de que todos estamos en el mismo barco. Pero si bien todos flotamos en el mismo mar, está claro que algunos navegan en superyates mientras otros se aferran a desechos flotantes».

Ese informe de Oxfam es desolador para nuestro país: Hasta 790.000 personas habrían caído en 2020 en España en la pobreza severa —es decir, reciben menos de 16 euros al día—, hasta alcanzar la cifra de 5,1 millones, el 10,8% de la población española. En cuanto a los que están en situación de pobreza, con menos de 24 euros al día, la cifra se elevó en un millón durante el pasado año, hasta sumar 10,9 millones de personas en España. Hemos instaurado el ingreso mínimo vital, que salva relativamente del hambre física a la gente, pero estamos lejos de haber resuelto el problema de la supervivencia digna, que es multidisciplinar y complejo. Deberíamos ponernos ya manos a la obra.

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