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Pilar Ruiz Costa

Vendo amor casi a estrenar

Tengo a las amigas alborotadas. Una de tantas secuelas de covid que aún nos quedan por descubrir, supongo, pero se me enamoran las amigas, se me enamoran. Casi más de lo que aman, que son verbos tan tremendamente parecidos que se confunden como ceo y feo —este punto más adelante se lo explico—. Por ejemplo anda alborotada Filomena —que no se llama así, pero puestos a inventarle un nombre, qué bien le sienta uno de borrasca—. Cuando tras un rato dando vueltas como hámsteres frente a la parada del metro logramos al fin reconocernos bajo las capas de ropa, buscamos con urgencia un sitio donde compartir vino y el resumen de la vida antes de que a la vida la interrumpa el toque de queda. Entonces, Filomena siempre me dice: «Tienes que escribir sobre la gente que liga en Wallapop». Yo ya le he explicado que solamente vendí una vez un portátil, que un tipo escribió enseguida para decirme que sí, sin regatear ni nada, pero que a la cita no vino, sino que envió a la hermana con el dinero. «No soy la indicada —replico—, pero en cambio una vez en LinkedIn…». Y me corta, porque LinkedIn le trae sin cuidado: «¡Que tienes que escribir sobre la gente que liga en Wallapop!». Y me cuenta de intercambios de mensajes supuestamente para negociar un precio, pero con cierta carga romántica. O probablemente sexual. Y que quedan «para ver el producto», pero que no, que es solo una excusa para ver en persona al propietario. Estas historias me desconciertan y me aterran por igual. Que será, seguro, una secuela mía agravada en la pandemia, pero llevo fatal que me hagan perder el tiempo. Pero mi amiga, en sus trece, contándome peripecias de fingidos compradores, aunque sin contestarme a la pregunta de qué vende exactamente en Wallapop.

Y andan igual Bárbara, Dora o Lola —todos nombres de borrascas—, que el gusto y el olfato les han vuelto junto a unas ganas hinchadas de amar —o más bien, de enamorarse, que se parecen, pero ya les digo yo que no—. Bárbara quemando Tinder; Dora en otra aplicación que no recuerdo, pero en la que «los pretendientes tienen más nivel». «¿Más nivel?» Pregunto y me responde que tiene tres citas esta semana, ¡tres! «Y son todos ceos». Aunque yo me atraganto con el vino que les juro que entendí feos y para eso, qué caramba, nunca hizo falta una puñetera aplicación.

Llegan a nuestro encuentro, quitándose capas de ropa y se les quedan al desnudo unos mofletes encendidos mientras hablan de mensajes y me gusta, y ya no me gusta, y ya no le contesto y a este lo he bloqueado, y salvo por el vino y que ya no pedimos el plato más barato de la carta, bien me recuerdan a las adolescentes que fuimos. O hasta somos, porque entonces recuerdo que la OMS declaró juventud a «esa etapa de los 18 a los 65» y me acomodo en el respaldo de mi silla, para no perderme detalle sobre fulanito o menganito. Solo por los gestos, ya sé que no hace falta memorizar sus nombres, pero aun así disfruto, ¡cómo disfruto! Sus amores de juventud. La juventud de ellas, porque aunque tenemos la misma edad, descubro que soy mucho más vieja. Ellas, repitiendo adolescencia y yo, que estoy segura que no es siquiera mi primera edad de hielo. Yo, que soy adulto desde los quince de la manera más literal que existe y —vaya mierda de concurso—, también las gano a todas de calle en matrimonios y divorcios. Ellas, en cambio, apenas han salido de un único matrimonio de esos larguísimos. Casi eternos. Que marca —ahora lo veo— lo mismo, pero distinto. Y mientras yo me acostumbré a vivir con el equipaje a medio hacer y al primer sentimiento de angustia he abolido cualquier apuesta de hipoteca a medias y me he largado todo lo lejos que me permitieron la visa y el visado. Y no sé si es algo bueno o regular, pero confieso que en cada huida he experimentado una sensación de alivio que ya querrían muchos para sí en un orgasmo de esos por cumplir. Por eso, sospecho, me cuesta reincidir. Por eso, supongo, me admira más que me asombra la capacidad de recuperación de mis amigas con nombre de borrasca. Como si cada nuevo fracaso, de verdad, viniera solo para dar impulso. Míralas, con la ele en la luna trasera del coche, dispuestas a darlo todo como si fuera la primera vez. Lola, al advertir que me sirvo vino en vez de hombres, me dice que «ya no nos queda tanto tiempo» y ahí sí protesto: «¿Tiempo? ¡Nos quedan perfectamente 30, 40 años buenos!». Y responde señalando nuestros cuerpos serranos que vale, pero no así. Y yo ya no sé lo que es así. Ni qué opinará de todo esto la OMS. Ni por qué no buscan una palabra que dé nombre a esta nueva juventud, a esta nueva soltería. Que no sea triste como viudo, separado o divorciado. Que en lugar de a fracasado, suene a urgencia por vivir. O a música, como single en inglés… Pero también ellos dicen to fall in love (caer en amor). Tiene sentido. Si hasta el covid deja secuelas, ¡cómo no va a quedar marca del amor y sus caídas! Igual es solo cuestión de comprarse un casco en Wallapop…

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