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Matías Vallés

La subasta de las vacunas, por algo lo llaman Big Pharma

Occidente paga con el corte del suministro un año de tratar a los laboratorios como entidades benéficas al servicio de la humanidad

El ministro Illa ha puesto pies en polvorosa en el momento exacto. La subasta clandestina de las vacunas del coronavirus no solo demuestra la verdadera naturaleza de los laboratorios, sino quién manda aquí. Por algo lo llaman Big Pharma. No sorprende tanto el declive de Occidente como su ingenuidad. Durante un año entero, los Gobiernos europeos se han esmerado en lavar la imagen de empresas farmacéuticas movidas únicamente por el ánimo de lucro. Les ha otorgado un aura franciscana, no ha discutido ni el mínimo de sus datos, refugiándose en autorizaciones temporales para disimular un comportamiento al borde de la temeridad. Una vez que el consejero delegado de Pfizer dio un pelotazo vacunal, casi fue jaleado por sus clientes.

Dado que es imposible encontrar una opinión sensata dentro de la Unión Europea, la descripción más exacta de la situación corre a cargo del presidente serbio. «Hoy en día es más difícil conseguir las vacunas que las armas nucleares», ha declarado Aleksandar Vucic. La comparación bélica, siempre inquietante en el entorno balcánico, obliga a recordar el único punto de acuerdo entre Trump, Sánchez, Boris Johnson o Macron. Todos ellos juraron que la confrontación con la pandemia equivale a una guerra. Es falso, pero efectivo.

La beligerancia citada no se ha traducido en un comportamiento militarizado, acorde con la gravedad de la situación. Si la única arma conocida contra el coronavirus es la vacuna, y se han desembolsado cantidades estratosféricas para garantizar el suministro, la violación unilateral del trato exigiría una respuesta a la altura de un incumplimiento que se traduce en muertes. Sin embargo, ningún país ha anunciado el bloqueo inmediato de las cuentas y bienes de los directivos de los laboratorios implicados, como se hace con los oligarcas rusos en cuanto Putin invade Crimea.

La primera regla de la economía de guerra consiste en la nacionalización de los sectores estratégicos. De nuevo, Europa ha recibido con algo parecido a una sonrisa cómplice el insulto de los fabricantes de vacunas. Los ciudadanos no tienen derecho a salir de casa, pero nadie puede interrumpir la libertad del mercado farmacéutico. Ahora mismo, todavía es obligado resaltar la imagen altruista de los laboratorios en cualquier mención de su labor abnegada. Se denigra la corrupción financiera, mediática o inmobiliaria, pero se confunde sanidad con santidad.

En contra del maniqueísmo asfixiante, se impone una recapitulación del marco de una inmunización que se dio por sentada de modo prematuro:

En primer lugar, para inmunizar es necesario disponer de vacunas. Cuando Alemania habla de meses de retraso, arruina los planes de Sánchez y sus dirigentes regionales.

En segundo lugar, hay que administrar las dosis, porque Europa ha aprendido en carne propia que la vacuna no es lo mismo que la vacunación. De hecho, la interrupción del suministro ha sido recibida con alivio por las comunidades, que no siempre hubieran podido mantener el ritmo de un aprovisionamiento regular.

En tercer lugar, será preciso que las vacunas muestren una protección por encima del cincuenta por ciento. Hay síntomas alentadores al respecto, aunque el virus puede templarse obedeciendo a su propio automatismo y no a fármacos exteriores.

En cuarto lugar, el efecto debe prolongarse durante meses, y los nueve meses de desarrollo integral de las vacunas (frente a nueve años para administrarlas) no permiten apostar con certeza.

En quinto lugar, los beneméritos laboratorios esquivan la cuestión candente sobre si la vacuna protege solo al inyectado, o si también evita la transmisión de la enfermedad.

En sexto lugar, falta aclarar la respuesta de los ancianos a la vacunación, porque entre los cobayas voluntarios de algunos fármacos no figuraba un contingente satisfactorio de personas de edad avanzada. También aquí son positivos los primeros esbozos.

En séptimo lugar, hay que confiar en que la vacuna no comporte efectos secundarios indeseables. De momento, ningún varón se ha convertido en cocodrilo, como predijo el brasileño Bolsonaro.

En octavo lugar, la vacunación del setenta por ciento de la población que los líderes políticos prometían con la misma irresponsabilidad que la creación de cientos de miles de puestos de trabajo, ha de traducirse en la inmunidad de rebaño. Este dogma se ha incumplido en Manaos y sus fosas comunes.

En noveno lugar, si la palabra del año pasado fue «confinamiento», en 2021 se impondrá «variantes». Es decir, queda por determinar el impacto de las versiones más afiladas del coronavirus de procedencia británica, sudafricana o brasileñojaponesa.

En décimo lugar, la dócil Europa ha de implorar que entretanto no surja otro virus, que anule todo lo anterior y obligue a empezar de nuevo.

Para navegar esta incertidumbre al ritmo impuesto por el coronavirus, la ciudadanía está autorizada a seguir metabolizando las promesas huecas de sus gobernantes. Si prefiere un toque de realidad, puede paladearlo en el editorial de Le Monde del pasado miércoles, «El riesgo de la fatiga democrática».

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