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Juan Gaitán

Primavera a deshoras

Al invierno le ha brotado una primavera

De pronto, en este sur que habito y que me habita, porque uno es también su territorio, su paisaje, al invierno le ha brotado una primavera a deshoras, como si fuera uno de esos viejos que inesperadamente se enamora de una muchacha reciente y entonces florece.

Debería ser siempre primavera, esos días previos al verano, los primeros de junio, en los que uno siente que es imposible que pase nada malo. Siempre he sido un firme defensor de junio, de sus tardes con vencejos, de sus días sosegados.

Y debió ser que de pronto mi perro, mi viejo perrillo, escuchó los pasos de junio y se fue tras ellos. Mi perro hubiera sido un impecable lazarillo, o un infalible detector de drogas y de explosivos, uno de esos animales heroicos, y sin embargo le bastó con ser mi compañía. No quiso nada más en su vida, en su hermosa, dulce, paciente vida, que acompañarnos y andar tras nuestros pasos, como una sombra protectora.

Nadie, jamás, volverá a mirarme con esos ojos de ternura, complicidad y fe absoluta. Mi perro, mi pobre perrillo, confiaba ciegamente en mí, discernía los matices de mi voz, reconocía mis pasos en la lejanía y me aguardaba con una alegría que no era, no puede ser, de este mundo.

Llegó a mi casa con veintiocho días y menos de medio kilo de peso. Casi quince años después se ha ido, consumido por la vejez, cuando ya no le quedaba nada más que darnos.

Vivió una larga prórroga a una vida hermosa. Pero hasta las prórrogas se acaban y ayer se terminó la suya. Ya no podrá estar en todas partes al mismo tiempo, allá donde se moviera cada uno de la casa, dándole a cada quien su dosis de incondicionalidad. Ya no podrá salvar a los gorriones que se caían de la buganvilla, preservarlos del implacable instinto de la gata, su compañera de fechorías, con la que compartía la cama, el sueño, el agua y la comida, y que ahora recorre la casa buscándolo por todas partes, triste por no encontrarlo.

Ayer se durmió la inocencia y el mundo está más descarnado, más vacío, más áspero. Mi amigo, mi cómplice, mi ayudante, mi perrillo, mi pobre perrillo, se ha ido y está esperándome, con su cara de tontorrón, con su paciencia eterna, en el infinito.

Y uno, que debería escribir de cómo está el mundo, de que no hay vacunas, de que los niños y sus docentes están en las escuelas aunque lluevan la muerte y los contagios por todas partes, de que los youtubers se fugan con el botín de los pillos, del baile de ministros o de las elecciones catalanas, solo tiene entre las manos palabras para su desconsuelo, para su tristeza por ese perrillo, su viejo perrillo, que le ha dejado tan solo en esta primavera a deshoras.

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