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Luis Sánchez Merlo

Una tragedia ¿con final feliz?

Al escritor norteamericano William D. Howells se le atribuye una frase que mantiene su vigencia: “A los estadounidenses les gusta una tragedia con final feliz”.

La tragedia ha sucedido, con una crisis múltiple: la pandemia, con un balance provisional de 400.000 muertos; una grave situación económica; la división del país, exacerbada por la turbulenta presidencia republicana y el reciente asalto al Capitolio, que ha dejado patente la violencia subyacente en el país quizá más polarizado del mundo occidental.

Los prolegómenos del final no han podido ser más desdichados. Tras incitar a sus seguidores a la insurrección, el presidente saliente se inhibió de participar en el traspaso de poderes. Tampoco ha aceptado cualquier culpabilidad, aun cuando todos los recursos legales planteados han sido rechazados y sigue sin admitir los resultados, al insistir, sin pruebas, en un fraude electoral.

Se abstuvo de asistir, en el Monumento a Lincoln, al sombrío, elegante y contenido ceremonial de toma de posesión del nuevo presidente, sin desaprovechar la despedida para lanzar una desafiante proclama: “El movimiento que comenzamos está apenas comenzando” y una enigmática advertencia: “Volveremos de una manera u otra”.

Fruto de un empeño en seguir hurgando en la discordia del pueblo norteamericano, su ausencia en la colina del Capitolio se diluye en conjeturas de temor o cobardía y deja señales inequívocas que desvelan ignorancia, narcisismo y desprecio de tradiciones. Para el investido presidente: “La transferencia pacífica del poder como lo hemos hecho durante más de dos siglos”.

Con la ciudad blindada y el National Mall sembrado de cientos de miles de banderas, miles de soldados de la Guardia Nacional patrullando fuera y durmiendo en el suelo dentro, el acto ha ofrecido una somera idea de lo maltrecho que está el país ‘dividido por igual por la incomprensión mutua’.

Aunque es el primero en décadas que no lleva a América a una nueva guerra, queda la imagen de un presidente caído en desgracia, a bordo del Air Force One, evitando Washington rumbo a su club privado en Florida, donde lo primero que ha ordenado es prolongar seis meses más al Servicio Secreto, con el fin de proteger a su familia.

Este paisaje puede ayudar a visualizar la reiteración obsesiva de un deseo: el fin de la división y comienzo de la unidad, como hilo conductor del discurso del nuevo presidente.

Con reflejos de veterano (78 años, el baranda de mayor edad), no equiparó unidad con ausencia de disensión: “El derecho a disentir pacíficamente (las barandillas de nuestra democracia), es quizás la mayor fortaleza de esta nación. Sin embargo, escúchenme claramente: el desacuerdo no debe llevar a la desunión”.

El visible cambio, en el tono y simbolismo presidencial, desprendía humildad, empatía e inclusión: “Es requisito esencial de la acción de gobierno, y forma de proteger la nación, defender la verdad y derrotar las mentiras, dejando de gritarnos unos a otros y de demonizarnos”. Castidades de un hombre moralmente centrado, convencido de que “sin decencia, compromiso con la democracia y adhesión a la verdad, estamos perdidos”.

Ceremonia conmovedora para un país frágil que sufre fatiga de combate y está necesitado de un tiempo en que lo inesperado ya no sea la rutina. La emoción supuso una tregua, por un día, al sórdido ambiente reinante y traslució un respiro de alegría y sensatez, al que contribuyeron Tom Hanks, maestro de ceremonias en el Lincoln Memorial y la joven Amanda Gorman, que leyó un poema y hoy es la sensación en el país, por la fuerza, energía e ilusión que genera sobre la generación que llega.

El discurso inaugural resultó ser el que los americanos necesitaban oír, aunque si se hubiera limitado a decir “no soy Trump”, habría cosechado un aplauso prolongado. Dejando una brizna de esperanza, que alguien concretó en un grito exigente: “Joe, resuelve los problemas. No tuitees. Danos un país unido”.

¿Como se ha llegado a la precaria situación actual? Por acumulación de la astuta retórica del primer presidente sometido por segunda vez a un juicio político (impeachment) y la complicidad pasiva del silencio, de quienes han optado, en beneficio propio, por la salvación individual.

La receta del investido presidente: “Mirar hacia adelante a nuestra manera genuinamente americana: inquietos, audaces, optimistas, poniendo nuestra mirada en la nación que sabemos que podemos y debemos ser”, reúne ingredientes que permiten pensar en un final, como el que predecía Howells, que ponga término a una guerra incivilizada.

En todo caso, un alivio en la larga marcha donde los desafíos fundamentales, además de contener el virus, son: la erradicación de la insurgencia doméstica, la desigualdad galopante y la pobreza, retornar el Obamacare y volver a ser un aliado económico leal de la UE. Claves para que, dentro de cuatro años, por primera vez en la historia de este atribulado país, la presidenta sea una mujer.

El investido presidente, que no pudo correr más riesgos en la elección de su pareja de baile y tampoco haber tomado una decisión más acertada, mostró diligencia, presentando su ofensiva contra la pandemia y aprobando un conjunto de ordenes ejecutivas, con cuestiones tan lógicas como volver al acuerdo de París (sobre el cambio climático) o parar la construcción del muro con México.

El ‘show’ ha terminado aunque los síntomas continúan, entre ellos una grave enfermedad del Estado de derecho. No importa el aburrimiento que pueda deparar la compleja tarea del gobierno para una emergencia, con un hombre decente al frente, si el final termina siendo feliz.

Esa es la gran cuestión que queda por despejar. El segundo presidente católico en ocupar la Casa Blanca, después de John Kennedy, en la misa oficiada por un jesuita, antiguo presidente de Georgetown University, citó un verso de la Biblia: “El llanto puede demorar la noche, pero la alegría viene con la mañana”.

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