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Matías Vallés

Obama coloca a su «hermano» en la Casa Blanca

La misión fundamental de Joe Biden es controlar a las radicales de su partido, antes que frenar los desmanes de la ultraderecha

La revista satírica The Onion endosó en 2009 el titular exacto a Obama, tras la ceremonia inaugural, «Dan el trabajo más duro del país a un negro». Era obligado remitirse al recibimiento de la citada publicación al nuevo viejo presidente, que tampoco defrauda, «Un agente del servicio secreto se abalanza heroicamente sobre una brisa que podría haber matado a Biden». Cada día que Pedro Sánchez resiste en La Moncloa es un éxito. Esta ley se cumple asimismo en el inquilino de la Casa Blanca, por distintos motivos.

El emparentamiento de los dos últimos presidentes Demócratas adquiere sentido, porque ambos han llegado a la Casa Blanca tras haberse enfrentado con ferocidad en unas primarias. Quien desee ponderar a Biden solo tiene que repasar las menciones que recibe como vicepresidente, en el primer tomo de las memorias de Obama. Es un personaje menos que secundario de Una tierra prometida, casi un figurante sin frase, superado por numerosos subordinados de menor rango.

Por fortuna, Obama le ha perdonado a su número dos que se opusiera a la ejecución de Bin Laden, que Biden repudiaba porque le recordaba el fracaso de los helicópteros que en 1980 debían rescatar a los estadounidenses secuestrados en Teherán. El primer negro en llegar a la Casa Blanca acaba perdonando a su vicepresidente, y elevándolo en el libro a la categoría de «mi hermano». Por tanto, Washington continúa siendo una empresa dinástica, ahora por la vía fraternal.

La entronización simultánea de la emperatriz Kamala Harris registró un consenso menos abrumador. Basta examinar los semblantes amenazadores en la ceremonia inaugural de las dos Primeras Damas que aspiraban a ese cargo, Hillary Clinton y Michelle Obama. Ya nunca podrán ser la primera mujer, ni la primera de color. Recordaban a Isabel II y Margaret Thatcher, revolviéndose furiosas ante la acogida masiva de Lady Di, antes de que fuera ennoblecida póstumamente por Tony Blair como «princesa del pueblo».

Se engañan quienes piensan que la misión primordial de Biden consiste en desmantelar las estructuras de ultraderecha que patrocinaron el asalto al Capitolio, cuando su objetivo capital es desactivar a las extremistas de su propio partido. El pujante colectivo feminista The Squad, a quienes Trump insinuó la deportación a sus países de procedencia, ha gozado de una salud excelente en las elecciones al Congreso dentro de las filas Demócratas. Sin embargo, radicalizan a los progresistas con mayor eficacia que el extinguido Bernie Sanders. Aguijonean y frenan a un partido esencialmente moderado. El argumento para desactivarlas es un clásico de la hipocresía política, no incurrir en provocaciones innecesarias.

Biden dio carta de naturaleza a la guerra civil que vive Estados Unidos desde su misma investidura. Acogió a los inmigrantes pero, frente a la ultraderecha encauzada por Trump, eligió desde un primer momento la segregación frente a la integración. En cuanto producto genuino del establishment, tal vez el debutante de la tercera edad desea recluir a los salvajes invasores del Capitolio en reservas, sin que se derramen sobre un Washington ya sobradamente contaminado.

Sin necesidad de recurrir a Churchill cuando recupera Downing Street a los 77 años por la odiosa comparación, el nuevo presidente estadounidense aspira a la categoría de pacificador o senior stateman, a la misma edad que Juan XXIII, Adenauer, Deng o Peres. El insuperable estadista judío era coetáneo de Biden cuando ocupaba la cartera de Asuntos Exteriores de Israel, y manifestaba presumido para disuadir a los buitres que revoloteaban a su alrededor que «no pienso pedir perdón por encontrarme perfectamente». Con posterioridad accedería a la presidencia de su país.

Al igual que sus predecesores de edad avanzada, también Biden ha de oscilar entre la transición y la transacción. Sus logros en este campo no solo serán bienvenidos, sino ante todo sorprendentes, en un mundo atirantado al borde de un ataque de nervios. Aunque saliera chamuscado del duelo, el nuevo presidente ha extinguido con votos la hoguera de Trump, ese Chernobyl de un solo hombre. Por primera vez, el saliente humillado fue superado dialécticamente por su predecesor. Con todo, el peor presidente estadounidense de la historia por número de muertos sigue siendo George Bush, le saca unos centenares de miles de cuerpos a su inmediato perseguidor.

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