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Oposición

Las catástrofes —pandemia, nevada escandinava, inundaciones que se anuncian, ruina económica— han cambiado nuestras vidas, qué duda cabe, pero no son las únicas claves de este nuevo y preocupante mundo que nos ha caído encima. Ni nos acordamos ya de que el siglo se estrenó con un vuelco en el concepto de los conflictos armados provocado por el terrorismo de Al Qaeda. Tampoco, teniéndolo encima, hemos prestado a mi parecer una atención suficiente al auge del populismo de la mano del Brexit, de Trump, de los líderes de la América hispana con los de Venezuela y Méjico por delante, de esa especie de nuevo telón de acero emergente en la Europa del Este. Todos esos desafíos amenazan nuestras vidas individuales y colectivas pero querría referirme a otro pulso más que se ha instalado entre nosotros: el fin del Estado de derecho fruto de la democracia parlamentaria.

Desde los tiempos de la primera Constitución que hubo, la de los Estados Unidos, la democracia tal y como la reinventamos en el mundo contemporáneo se basa en esencia en la separación de poderes siguiendo la fórmula de Montesquieu —ejecutivo, legislativo y judicial—, de los que los dos primeros al menos son el resultado del voto libre e igual más o menos restringido por fórmulas correctoras. Llevamos muchas décadas jugando con la muerte de Montesquieu; desde que en el primer gobierno de Felipe González comenzó una operación de control del poder judicial a la que se apuntaron con entusiasmo todos los ejecutivos posteriores. Por su parte, las cámaras legislativas nunca han sido en nuestro país un verdadero ejemplo del poder individual encarnado por congresistas y senadores: resultan éstos, por medio del ejercicio de disciplina de voto, unos cautivos de los partidos políticos con el único derecho de ejercer una culiparlancia —eso sí, muy bien remunerada. Pero hasta ahora las Cortes conservaban el esquema tradicional de las democracias parlamentarias de una mayoría en el poder frente a la oposición encargada de vigilarlo. Pero ya sea por la inusual fórmula de poder político que ha salido de las elecciones desde el éxito de la moción de censura contra Rajoy, o a causa de que las catástrofes impiden un Gobierno al uso, resulta que la oposición ha pasado a formar parte del propio gabinete. Es nada menos que un vicepresidente, Pablo Iglesias, quien se encarga de ejercerla. Y no es el presidente Sánchez quien le da la réplica sino la ministra de Hacienda y portavoz Irene Montero la encargada de semejante tarea. La puesta cabeza abajo de los usos de la democracia parlamentaria ha llegado así en España al disparate más absoluto con la quiebra del último atisbo de normalidad. Eso sucede, por añadidura cuando más importantes eran los pactos de Estado entre los partidos en el gobierno y la oposición de antes para hacer frente a las catástrofes. Así que no nos extrañemos de que nos vaya como nos va.

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